En el fondo de todo está el blues. Debajo de las capas de distorsión, saturación y ruido, debajo de la mugre, está el Delta del Mississippi con su máxima crudeza. Incluso cuando se escoran hacia el punk, el noise, el rhythm ‘n’ blues o el rock, en su esencia se encuentra el blues, porque este es el origen de toda la música que The Jon Spencer Blues Explosion cosechan para sus composiciones, aunque no se puede esperar un patrón cerrado de doce compases, ni una sucesión de tónica y subdominante, ni siquiera una proliferación de «blue notes». Pero es que el blues del Delta tampoco recurría únicamente a todo esto. Lo que se tocaba en la soledad de los campos de algodón, lo que se podía escuchar en la oscuridad de los cruces de caminos a medianoche, donde las leyendas cuentan que el diablo se presentaba de improviso, cogía tu guitarra, la afinaba de una manera especial y cuando te la devolvía ya eras un maestro del blues; en definitiva, lo que los pioneros que han pasado a la posteridad gracias a los discos de pizarra publicados por Paramount, Vocalion, Victor o la Biblioteca del Congreso –quizá solo la punta visible de un enorme iceberg que se ha perdido para siempre– nos legaron es más una actitud, una manera de tocar y contar historias, que una serie de normas melódicas, armónicas y rítmicas que se puedan fácilmente codificar. Y en eso los Blues Explosion son unos buenos discípulos y herederos que no persiguen la autenticidad de un sonido tradicional, sino adaptar esa actitud de los viejos «bluesmen», a su propio estilo, en el que cabe todo lo que ha venido detrás en esa línea subterránea y garajera que recorre la historia de la música popular americana del siglo xx, y que hace escalas en el folk, el rhythm n’ blues, el rock and roll, el funk, el punk, el noise, el psychobilly, etcétera, y que va de Nueva Orleans y Clarksdale (Mississippi) a Memphis, Chicago, Nueva York, la Costa Oeste y el resto del mundo.
El trío formado por Jon Spencer (guitarra, voz, theremin), Judah Bauer (guitarra) y Russell Simins (batería) es digno portador de esa tradición sonora que ha desperdigado su semilla universalmente. No en vano Matthew Johnson, propietario del sello discográfico Fat Possum de Mississippi y rastreador de todo lo que huela a auténtico blues, los eligió para grabar una sesión con el «bluesman» R. L. Burnside, uno de esos involuntarios custodios de las raíces que no fueron descubiertos hasta décadas después de empezar a tocar. Los neoyorquinos tienen esa energía y esa crudeza primigenia del blues, como pudieron comprobar los asistentes a su concierto de la sala madrileña Joy Eslava, concierto que cerraba el ciclo Madrid Inquieta, preludio de lo que se avecina este mes de julio en Getafe, en el Festival Cultura Inquieta, con George Clinton, Calexico, The Sonics y Jeff Beck entre otros. Lo que sucede es que el sonido del blues se diluye en la amalgama con otros estilos y en las paletadas y paletadas de suciedad que añaden a la melodía, lo cual constituye su seña de identidad, junto con lo fragmentario de las canciones y los cambios constantes de patrón melódico, y hasta de adscripción genérica dentro de una misma canción. El comienzo de su último concierto fue bastante significativo al respecto: los dos primeros temas fueron una mezcolanza de blues, punk, ruido y pesados riffs de rock setentero que pusieron sobre el tapete su fórmula, en apariencia sencilla, pero de hecho no tanto, pues lograr una textura sonora muy concreta es el objetivo principal de los Blues Explosion, al menos en los discos –en los directos pesa más transmitir la energía y crudeza ya mencionada–. Desde el principio los roles de cada miembro del grupo estuvieron claros. Judah Bauer, sin despeinarse, era el que ponía los «licks» blueseros y stonianos, las blue notes y el cuello de botella; Russell Simmins aporreaba la batería con una asombrosa fuerza que no decayó en la hora y media de concierto, y Jon Spencer ponía el ruidismo punk y los bajos saturados con su guitarra y ponía también su voz, cuya versatilidad y cualidades dramáticas merecen un inciso. La manera de cantar de Jon Spencer se caracteriza por su gran cantidad de recursos, pues pasa rápidamente de bajos profundos a agudos extremos, de los recitados con tono grave a los fraseos cuasi rapeados, los aullidos, los gritos, la brutalidad de unas cuerdas vocales raspadas y más, todo adornado a ratos con efectos «delay» o «reverb» tras el micrófono. De su garganta salen matices que recuerdan a Howlin’ Wolf, Screamin’ Jay Hawkins, Gene Vincent, Mick Jagger, Alan Vega, Lux Interior y decenas de vocalistas más. O sea, palabras mayores; es difícil cantar más sucio, como recién salido de la cripta en una película de terror de serie B. Y no solo transmite esa energía salvaje con la voz, sino con el cuerpo, con una gestualidad calculada para transmitir euforia al público. A medida que el concierto llegaba al final de su primera parte –que duró una hora; luego hubo una segunda parte (o bises alargados) que duró media hora más–, dio la impresión de que Spencer se iba poniendo cada vez más a tono y esto se materializó en más ruido, más saturación y un ritual de veneración al dios theremin en el que, arrodillado y mediante una temblorosa imposición de manos sobre la antena de este instrumento, sacó sonidos que parecían venir del espacio exterior. Fue el momento más intenso del concierto. Después del parón el trío volvió a alcanzar bastante intensidad pero posiblemente no superó el apoteósico final de dicha primera parte.
La excusa para venir a España era presentar su disco de 2012, «Meat + Bone», y sonaron bastantes temas de este disco, si no todos (Black Mold, Boot Cut, Get Your Pants Off, Bottle Baby…), pero el pase dio para muchas canciones también antiguas y así sonó «Bellbottom», algo irreconocible, «Ditch» y un «Sweat» que resultó otro de los momentos memorables con ese estribillo en el que se repite el principal leitmotiv de la banda, que no es otro que su propio nombre: Blues Explosion. Un nombre que (algo no demasiado frecuente) resulta completamente definitorio de la música que vienen escupiendo al mundo desde 1992, pues no otra cosa hacen sus miembros sino coger el blues y manipularlo, mezclarlo, mancharlo y deformarlo hasta que explota en los oídos con una potente onda expansiva de rock brutal.