“Quitad los placeres y los dolores y no sólo la felicidad, sino también la justicia, el deber, la obligación, y la virtud se convertirán en palabras vacías”
J. Bentham
Un quince de febrero del año 1748, en la calle Houndsditch de la ciudad de Londres, nació Jeremy Bentham. Su familia, era conocida en la City por su trabajo como juristas, y como suele ocurrir, el mismo oficio se deseaba para el pequeño Bentham. La leyenda, tal vez más alimentada por los deseos del padre que por los hechos, dice que fue un niño prodigio, que mientras sus compañeros jugaban, él leía la Historia de Inglaterra. Se cuenta, que con tres años se entretenía devorando tratados de todo tipo y que a las cinco tocaba el violín y estudiaba textos en latín y griego. Su familia, interesada en potenciar al máximo sus capacidades no ahorró en su formación. Así, comienza sus estudios en Westminster School, en 1763 se gradúa en el bachiller de artes en el Queen’s College y finalmente, en 1772, obtiene el título de abogado por la universidad de Oxford.
Por lo que sabemos, poco duró ejerciendo como abogado, ya que pronto se cansó de trabajar con un sistema de leyes que consideraba “irracional y oscuro”. Pero aquel inicio frustrado le llevaría a encontrar su vocación: en lugar de trabajar con las leyes tal y como eran, decidió trabajar en cómo debían de ser. Este giro del destino, sumado a su destreza personal, le llevaría a convertirse en uno de los filósofos del Derecho más importantes. Al poco tiempo de dejar la práctica de la abogacía, en 1776 ya estaba en las calles de Londres su primera obra: Fragmento sobre el gobierno; y en 1780 Introducción a los principios de la moral y de la legislación.
Después de una temporada de concienzudo trabajo, en 1785 Bentham decide viajar a Rusia para visitar a su hermano Samuel que trabaja como ingeniero para Catalina II. Salir de Londres y conocer un país diferente estimuló de manera poderosa su imaginación, y durante este viaje ideó Defensa de la usura (1787) y su inmortal reforma del sistema penitenciario, el Panóptico.
Después de estas publicaciones, Bentham era moderadamente conocido en su país, pero un encuentro inesperado hizo que su obra alcanzara relevancia mundial, nos estamos refiriendo a cuando conoció al suizo Esteban Dumont. Desde ese día, Bentham tuvo a alguien que se ocupó de ordenar y traducir sus escritos para ser publicados en Francia. Tan célebre se hizo Bentham en este país, que en 1792 la Asamblea legislativa le concedió la ciudadanía francesa. De Francia, que entonces era un epicentro cultural, su obra pasaría a ser conocida en todo el orbe.
Epicuro en Londres
El utilitarismo, puede ser definido como una teoría empirista que juzga el valor –la utilidad- de una acción, de una ley o de un gobierno, teniendo en cuenta sus consecuencias, es decir, dependiendo del bien que produzcan o del mal que eviten. Identificando, a la manera de Epicuro, el bien y el mal con el dolor y el placer. Como fundamentación, Bentham escribe: “La naturaleza puso al género humano bajo el dominio de dos señores soberanos: el dolor y el placer […]. Al trono de esos dos señores está vinculada, por una parte, la norma que distingue lo que es recto de lo que es errado y, por otra, la cadena de las causas y los efectos”. Con esta sentencia, Bentham, al igual que hizo Epicuro en su tiempo, ancla toda moral en el mundo, en el aquí y ahora. Y así, las nociones de bien y mal se independizan de cualquier divinidad y religión, pero también de cualquier lectura racionalista de los mismos, porque al decir que son sinónimos de dolor y placer, ponemos el acento en la experiencia. No valen ni principios intuidos, ni revelados ni deducidos, sólo el cuerpo, y todo lo que éste es capaz de generar, debe ser la medida del bien y del mal. La experiencia se impone, y toda norma moral, todo deber, será evaluado según sus consecuencias, es decir, según la capacidad que tenga de generar placer o evitar el dolor. Por eso decimos que la ética utilitarista es consecuencialista, pero también, por esa misma llamada a la experiencia, antropocéntrica, puesto que niega todo valor objetivo o trascendental: la medida es el hombre y su naturaleza, entendida ésta desde un punto de vista puramente fisiológico.
Epicuro, en su búsqueda de la felicidad optó por la retirada a lo privado. Así, compró una casa a las afueras de Atenas y fundó su famoso Jardín. En aquel espacio, alejado del mundo, vivía junto con sus discípulos y amigos. Una comunidad en la que sólo un eje mantenía a las individualidades unidas: la amistad. Epicuro es el gran filósofo de esta forma de amor, pero su canto luminoso guarda un trasfondo algo oscuro: testigo directo del fracaso de la vida común en la polis, o lo que es lo mismo, del fracaso de la política ateniense, opta por crear un pequeño mundo a su medida más allá de lo público. Frente a la sociedad, la comunidad de amigos. De este modo, los problemas políticos quedan completamente expulsados de la filosofía epicúrea. Será en este punto, donde la filosofía de Bentham, el utilitarismo, se aleje por completo del epicureísmo.
Hacia una política hedonista
Para Bentham era necesario encontrar un camino intermedio entre el egoísmo individualista y aquellos proyectos políticos en los que el individuo quedaba aniquilado por una voluntad general de dudosa naturaleza. En Inglaterra, el mundo de la política aún estaba sacudido por la publicación de El Leviatán (1651) de Thomas Hobbes, un texto en el que se afirma que para evitar el individualismo egoísta y frenar el corazón negro de los hombres, lo mejor es gobernar a través del miedo. Desde este contexto, se entiende mejor el valor y el atractivo que la política utilitarista despertó entre sus contemporáneos, porque que frente a ese miedo como pegamento social, Bentham y los suyos proponían el placer.
Con el fin de armonizar el interés individual con el colectivo, los utilitaristas proponen el principio altruista, que dice que es bueno difundir el bien. De este principio, deriva el siguiente deber: al realizar una acción nos guiaremos por el mayor excedente del bien sobre el mal. Porque de lo que se trata, como el propio Bentham dejó escrito, es de obtener “la mayor felicidad, para el mayor número”. De este modo, la propuesta utilitarista desemboca en una política en la que el ideal es la felicidad general y no la personal. Para conseguir esa promoción del bien, que recordemos se identifica con el placer, Bentham confía en el poder de las leyes. Así, un buena legislación, y con ella un buen gobierno, es aquella que promueve ese bien colectivo que es la felicidad. Pero esa promoción no se basa en una promesa de futuro, sino que debe ser efectiva en el presente. Por esta razón, y como ya se hizo con las normas éticas, las leyes no deben ser juzgadas por sus buenas intenciones, sino por las consecuencias que traen o evitan. Esto significa, que si una ley no promociona la felicidad de los ciudadanos, o les evita el mal, inmediatamente debe quedar abolida. Lo que vemos en esta forma de entender las leyes, es que la política utilitarista no está anclada ni en principios abstractos, ni revelados, ni dependientes de la voluntad de un rey caprichoso, sino que encuentran su fundamento en algo tan mundano y natural como lo son la experiencia del placer y del dolor.
A favor de la democracia
Al decir que el utilitarismo busca “La mayor felicidad, para el mayor número”, llegamos a otro de los puntos decisivos de su política. En un principio, Bentham pensó que era posible convencer del valor de una política hedonista a cualquier gobierno ilustrado, pero pronto la experiencia le reveló su error. Pero eso no significaba que la posibilidad de un gobierno basado en su filosofía fuera imposible, y encontró la respuesta que buscaba en la segunda parte del imperativo que él mismo había acuñado “para el mayor número”. ¿Qué forma de gobierno toma al mayor número como fundamento? La democracia. Con el fin de que el mayor número pudiese participar en la vida política, Bentham se convirtió en un fuerte defensor de ampliar el sufragio parlamentario.
El silencio de los animales
Otro acierto del utilitarismo, es que al fundamentar su ética y su política en algo tan esencial como lo es la experiencia del dolor y del placer, las normas éticas y las leyes pueden extenderse más allá de los hombres, llegando así hasta el reino animal, hasta todo ser vivo capaz de sufrir dolor o placer. En Introducción a los principios de la moral y de la legislación, Bentham escribe: “La cuestión no es sí puede o no razonar, o si puede hablar, sino: ¿Puede sufrir?”, de lo que deduce que: “es probable que llegue el día en que el resto de la creación animal pueda adquirir aquellos derechos que jamás se le podrían haber negado a no ser por obra de la tiranía”.
El Panóptico
Para Bentham, la felicidad de la sociedad sólo era posible a través de maximizar el placer y disminuir el dolor, y un buen ciudadano debía cumplir con esa tarea. Pero, ¿qué hacemos con los que en lugar de promover el placer promueven el dolor? Es más, ¿cómo nos defendemos de aquellos que encuentran su placer en el dolor ajeno? Ante estas dos preguntas, el pensamiento de Bentham no sólo no retrocede, sino que sale a su encuentro de una manera contundente.
El padre del utilitarismo era jurista, y en concreto, estaba muy vinculado con aquella tradición que entiende que un derecho no se puede constituir si no va asociado con un deber, y este deber con un castigo para aquellos que lo incumplan. Por esta razón, para Bentham, el castigo no sólo es completamente necesario, sino también justificado, ya que éste puede “disuadir a la gente de hacer cosas que producirán dolor”. Pero nuestro filósofo dio un paso más: ideó qué hacer con aquellos a los que ni la previsión del castigo ni el castigo les alejaban de hacer el mal. La solución está expuesta un estudio conocido como el Panóptico. En él, se habla de un nuevo tipo de cárcel, una que Bentham definió como “un molino en el que triturar a los pícaros hasta volverlos honestos”. ¿Cuáles son las características principales de este nuevo tipo de prisión? En primer lugar, su estructura, el edificio sería circular y en el centro habría una habitación desde la que un único vigilante lo podía controlar todo. Pero el diseño no sólo era atractivo por economizar el número de vigilantes, sino porque añadía algo más: los presos no podía ver nunca al vigilante que estaba en la habitación central, es decir, no podían saber cuándo estaban siendo vigilando y cuándo no. De este modo, se generaba en ellos una permanente duda que derivada en un estado muy cercano a la neurosis: ni el más mínimo de sus gestos, pensaban, era desconocido por el vigilante. Atenazados por el miedo, nadie se atrevería a saltarse las reglas de la prisión. El problema, es que este diseño carcelario encontró pronto otros espacios en los que aplicarse, y no se tardó mucho en desear imponer esta estructura de control a fábricas y escuelas. Pero hay más, porque en nuestros días, el sentido del Panóptico ha logrado independizarse de su materia, y esa vigilancia permanente es posible sin necesidad de ningún edificio, hablamos de las cámaras de seguridad que inundan nuestras calles, que ven sin ser vistas, que nos hacen creer, y certeramente, que en todo momento nuestros actos están siendo vigilados. Pero también, nos referimos a Internet: nada es invisible al ojo de la red, cada uno de nuestros movimientos es minuciosamente registrado. Sobre el estudio del Panóptico, destaca el clásico de Foucault Vigilar y Castigar (1975), y más recientemente la obra de Zygmunt Bauman y David Lyon, Vigilancia líquida (2013).
El sabio y el retiro
Después de encontrar el reconocimiento, tanto en su país como en el extranjero, Bentham decide retirase a una pequeña casa de campo. En ella continuará escribiendo, la leyenda dice que 15 folios al día, pero también, recibirá las vistas de amigos y discípulos, haciendo de su retiro algo parecido a una escuela en la que las conversaciones no encontraban nunca fin. En 1832, con 84 años, Bentham se despide de un mundo para el que sólo deseo una cosa: que la felicidad encontrara el máximo desarrollo posible. Como última voluntad, pidió ser disecado, y a día de hoy podemos visitarle en la institución que ayudó a crear: el University College London. Como curiosidad, diremos que cuando el consejo de gobierno del UCL se reúne, Bentham participa, y en el cierre de actas podemos leer “Bentham presente pero no vota”.