Por NACHO CABANA
Cuando, hace dos años, Josep María Pou y Lluís Homar llenaban teatros representando Tierra de nadie (1974) de Harold Pinter, el primero me comentó: “creo que el público no se entera de nada”. Y algo así me parece que ocurre con este Invernadero dirigido con mano maestra por Mario Gas y estrenado en el Teatro Palacio Valdés de Avilés en Enero del 2015 (luego hizo temporada en La Abadía madrileña).
Pinter juega con sembrar sus textos de agujeros que el espectador debe rellenar; la inteligibilidad de los primeros depende del diámetro de los segundos. La información que el espectador ha de aportar para entender lo que ve y escucha es directamente proporcional a lo que el autor le escamotea. Esta estrategia es más accesible, dentro de lo que cabe, en drama que en comedia o farsa que es precisamente el aspecto que tiene la obra que nos ocupa. Invernadero, además, se ubica en una distopía que nada tiene que ver con las adolescentes tan moda en el cine actual.
A resultas de lo anterior, el espectador que se anime a ver Invernadero tiene dos opciones. O se deja llevar por la peripecia, personajes y diálogos o busca desesperadamente una clave que le ayude a interpretar el porqué de lo que ocurre sobre el escenario. En la primera opción, la experiencia será cercana al teatro del absurdo y necesariamente frustrante e incompleta. En la segunda, el resultado generará una cierta dosis de ansiedad.
Es evidente que una intención oculta recorre todo el texto y que ésta ha sido entendida por Mario Gas y parte del elenco. Pero el espectador suspicaz no tiene dónde agarrarse hasta la última escena.
Vale, ahí voy. No sigan leyendo si no quieren spoilers y que me perdonen los expertos en Pinter.
Todo lo que sucede en el escenario es la alucinación que tiene Lamb, uno de los pacientes del centro de reposo en el que se desarrolla la acción, mientras le practican un electroshock. En su delirio se mezclan informaciones reales de cómo ha llegado hasta allí con otras escenas fruto del deseo inconsciente del personaje de entender qué lo que está pasando. Porque, aún sometido y mermado, Lamb necesita agarrarse desesperadamente a una estructura de poder que justifique sus decisiones, que las induzca y valide. Un entorno relacional que le imponga una rutina, que le diga lo que tiene que hacer en cada momento, que le premie y castigue. Precisa incluso de una ¿infinita? capa de poderes superpuestos que nunca deje al individuo a su libre albedrío ni siquiera cuando éste se revela contra los que considera sus captores y los mata (o sueña que lo hace).
¿Y no es eso lo lleva pasando siglos al menos en las sociedades occidentales? ¿No tiene el ciudadano la ilusión de que con su voto influye en el poder cuando el poder realmente no recae -o lo hace solo mínimamente- en los políticos elegidos democráticamente mientras que ignotas capas de poderes fácticos –económicos, religiosos- actúan y presionan sobre los que el humano cree responsables de la administración de su bienestar? Incluso en un contexto de rebeldía, la revolución es irrelevante porque aunque se rompa la cadencia de gobernantes, siempre habrá un poder oculto y superior que regirá los destinos de los supervivientes.
Gonzalo de Castro como Roote le da a su personaje un registro costumbrista que le acerca con acierto al típico jefe español que se cree más poderoso de lo que realmente es y que utiliza su cargo para olvidarse de dónde procede. Frente a él un Tristán Ulloa intencionadamente sobrio, mecánico y servil de cuyo contraste con el anterior resulta el primer vector que señala al espectador el camino al fuera de texto. El registro de Jorge Usón se situaría entre los dos protagonistas, mostrándose excelente en su papel de Lush. Javivi Gil Valle adelanta a Gonzalo de Castro en lo que a costumbrismo se refiere pero ello es utilizado por Mario Gas para crear inquietud y desconcierto a la platea. Ricardo Moya parece haberse inspirado en un personaje del Brazil (1985) de Terry Gilliam para dar carne al citado Lamb (cordero en inglés, no lo olvidemos). Isabelle Stoffel, por su parte, no acierta a integrar en su texto las indicaciones gestuales de dirección por lo que su personaje, quizás el más desconcertante de todos, queda más mecánico que integrado. Funcional, sin más, Carlos Martos.
Luce muy bien la escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso en el enorme escenario de la sala Fabia Puigserver del Teatro Lliure de Montjuic.
Una obra complicada que solo un director acostumbrado a moverse en la excelencia como Mario Gas sabe conducir a buen puerto.
Aunque el trayecto no sea precisamente cómodo para nadie.
Página oficial de la obra en el Lliure.
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En caretel del 2 al 27 de marzo de 2016, en el Teatro Abadía de Madrid