Resulta curioso comprobar las semejanzas entre el agente de la DEA que encarna Bryan Cranston en Infiltrado y el profesor de química convertido en productor de metanfetamina que interpretara en la popular serie Breaking Bad. Los dos personajes, a pesar de encontrarse en bandos opuestos de la ley, son individuos que llevan una doble vida y se encuentran atemorizados por lo que les pueda pasar a los suyos. No obstante, a pesar de abordar ambas el comercio de estupefacientes y contar con el maduro actor en su reparto, aquí terminan los parecidos entre el filme dirigido por Brad Furman, responsable de El inocente o Runner, runner, y la producción televisiva de la cadena norteamericana AMC.
Infiltrado se inscribe claramente dentro de las películas que siguen las peripecias de esos «topos» que se introducen en el mundo del crimen para desbaratarlo. No obstante, como suele ocurrir en este subgénero, su paseo por el lado oscuro no resultará precisamente agradable por el temor a ser descubierto, la preocupación por la seguridad de los parientes y las amistades que se forjan con unos delincuentes a los que forzosamente se ha de traicionar. De todo ello hay en el trabajo de Furman, que cuenta la historia real de Robert ‘Bob’ Mazur, el hombre que contribuyó a desmantelar carteles del narcotráfico y a los bancos que les ayudaban a blanquear el dinero durante el gobierno del presidente Ronald Reagan.
Sin ninguna duda, la falta de originalidad pasa factura un tanto a la película que incluye los consabidos problemas matrimoniales del protagonista y sus esfuerzos por no traspasar sus propios códigos morales. Tampoco la puesta en escena del director resulta demasiado innovadora. Hay momentos en los que pretende parecerse a un filme de Martin Scorsese, especialmente cuando utiliza planos en movimiento y canciones de música pop, pero el resultado no va más allá de una copia algo desvaída del personal estilo acuñado por el cineasta italoamericano.
A pesar de encontrarnos con una constante sensación de deja vu, el largometraje logra mantener el interés gracias al excelente trabajo de sus actores, más específicamente del mencionado Cranston y un igualmente soberbio John Legizamo, El primero interioriza sin excesos el miedo de un hombre que comienza a darse cuenta de lo mucho que tiene que perder si fracasa, mientras que el segundo encarna con simpatía a una persona que simboliza todo lo contrario, un individuo que parece disfrutar con los lujos de una vida criminal, aunque sirviendo en el bando del gobierno de Estados Unidos.
A modo de curiosidad, esta convencional cinta incluye el trabajo de actores españoles del calibre de Simon Andreu, Elena Anaya o un excesivo Rubén Ochandiano, encargados de ponerse en la piel de personajes relacionados con el submundo de las drogas. Ninguno de ellos resalta demasiado en un largometraje correcto que se ve sin esfuerzo y se olvida demasiado pronto.