Por NACHO CABANA
El festival de documental musical de Barcelona, que este año celebra su quince aniversario se dio cuenta hace años que lo importante en un trabajo de no ficción (de cualquier género) no es la relevancia del tema o personaje tratado en un contexto histórico sino la(s) historia(s) que hay tras ellos. Dicho de otra manera, puede ser mucho más interesante una película sobre un coleccionista compulsivo de discos de navidad que otro sobre Frank Zappa.
Fiel a ese principio (que debería extenderse a otros certámenes de cine de no ficción que se celebran en la Ciudad Condal) el Inedit se inauguró con Liberation day de Ugis Olte y Morten Traavik que narra la preparación y el concierto que la banda de rock eslovena Laibach realizó en Corea del Norte invitados por el régimen para celebrar el 70 aniversario de la fundación del hermético país.
El problema de todo lo que se rueda dentro la nación de Kim Jong-un es el mismo ya sea reportaje viajero o película de denuncia. El control sobre los equipos de rodaje es tan férreo que los lugares, personajes y situaciones registradas son invariablemente similares. Esto es lo que le ocurre a Liberation day, un trabajo solvente que promete más de lo que finalmente da al espectador y donde, a la postre, lo más bizarro es la especialidad de grupo esloveno que lo protagoniza: versiones de temas de Sonrisas y lágrimas, en clave de rock industrial con ritmo militar y estética neonazi. Y es que sin libertad de acción, no hay sorpresas.
Por cierto que Laibach actúa el 29 de noviembre en la 2 de la Apolo de Barcelona.
La creación por parte de productores y discográficas de grupos adolescentes exclusivamente vocales que interpretan temas pegadizos elaborados a partir de bases rítmicas de stocks es algo habitual en el negocio musical desde hace décadas. En el casting de los integrantes (a los que se les suele asignar un rol muy básico) suele primar la belleza y dotes dancísticas antes que otra cosa. Tokyo Idols de Kyoko Miyake versa sobre la adaptación de este negocio a los tiempos actuales de atomización y multiplicación de la oferta.
Japonesas casi siempre menores de edad son convertidas en encarnaciones humanas de los cánones estéticos del anime y lanzadas a entonar sus canciones y pegar saltitos en aforos más o menos grandes según la categoría de la compañía que los contrata y vende agrupadas en catálogos.
Por supuesto, las audiencias a las que van dirigidas estas bandas en occidente suelen tener más o menos la edad de sus integrantes.
Pero en Japón, no.
Lo auténticamente perturbador de Tokyo Idols es que el público que acude a los conciertos de estas a menudo preadolescentes o directamente niñas son hombres mayores de cuarenta años capaces de gastarse 200.000 yenes (unos 1500 euros) mensuales en acudir a las “actuaciones” de su «idol» favorita, comprar sus discos y darles la mano (algo que tuvo una connotación sexual en el país nipón hasta hace una décadas) en eventos de encuentro con los fans.
La película, quizás por estar dirigida por una japonesa, no da todas las explicaciones que una mente occidental necesita para acabar de comprender el fenómeno. Se trata, más o menos, de que estos cuarentones invariablemente solos, prefieren proyectar sus sueños relacionales en estas cantantes porque ello no les supone implicación emocional alguna. Es un paso pequeño hacia la realidad desde la virtualidad que las redes sociales están dando a las relaciones humanas al tiempo que se aprovecha para constatar que la única vida importante para las nuevas generaciones es la exhibida.
Quedan muchas preguntas en el tintero. No aparecen por ningún lado en la película referencias a las empresas que se lucran con estas niñas o casi niñas ni se comenta la explotación laboral de éstas. No se cuenta cómo son los castings ni si las muchachas son «youtubers» antes de convertirse en «idols» o viceversa.
Eso sí, por todo el metraje de Tokyo Idols (como ocurre en casi toda la cultura popular nipona) sobrevuela el fantasma de la pedofilia. Lo que no se sabe (y el largometraje no lo dice) es si reprimida o no.