La clave para entender Indiana se encuentra en su comienzo y su epílogo. El director Toni Comas incluye testimonios de personas del medio oeste de Estados Unidos que aseguran haber tenido experiencias sobrenaturales. Estos fragmentos son los únicos restos del documental que originalmente iba a ser.
No obstante, el deseo de acercarse a esa realidad de la manera más fiel posible ha quedado en el trabajo de ficción que vemos entre esos dos breves segmentos. El cineasta plasma en imágenes las andanzas de dos parapsicólogos que se encargan de solucionar los problemas que tienen los habitantes del lugar con entes extraños. Sin embargo, el largometraje se distancia mucho de la espectacularidad y el efectismo de sagas contemporáneas como Insidious o Expediente Warren.
El realizador parece acercarse más a los territorios de cierto cine independiente estadounidense, ese que prefiere centrarse en las pequeñas historias de la gente común. De esta manera, los asuntos personales de la pareja protagonista toman casi la misma importancia que los casos que deben resolver. Por otra parte, la película parece también muy preocupada por mostrar el paisaje y paisanaje del territorio que le da título. A todo ello hay que añadir un ritmo narrativo pausado y un tono marcadamente melancólico, adecuado para un filme que nos enseña que los mayores fantasmas se encuentran en nuestra mente.
Lo más curioso es comprobar como esta producción de bajo presupuesto se mueve en un extraño territorio intermedio entre el estudio de personajes y algunos elementos del filme de terror clásico aderezado con ingredientes de lo que se ha venido en llamar gótico americano. De ahí nace precisamente su peculiaridad, pero también su principal flaqueza: su juego entre dos aguas produce un resultado demasiado indefinido.
En resumen, Indiana es una rara avis en el territorio de género que puede provocar tanto el rechazo de los fans del susto fácil como la fascinación de aquellos amantes de lo diferente.