Lleva toda la tarde mirándose en un espejo de mano. Se lo ha acercado su hermana menor para que se entretenga y no la moleste. Porque la pequeña, que se ha de quedar a cuidarla, lo que querría es salir a la calle a jugar a la charranca con las demás. Y asomada al balcón busca escapar entera a través de la mirada. Mientras la grande, condenada a permanecer por siempre tumbada, aprende a hacerlo por el espejo, por donde no necesita piernas que la sostengan.
Cuando la madre regresa de limpiar escaleras ajenas, encuentra a una, ciega, con los ojos fugados tras un tejo de rayuela; a la otra, escapando, con la cabeza a medio devorar por el espejo. Y ella, que jamás supo hacerlo, huye con tan mala fortuna, que en lugar de hacerlo para afuera por la puerta, sale corriendo hacia dentro. Llegando tan lejos en su pecho, que nadie nunca más la encuentra.