Frente a Descartes y su apuesta por la razón, Vico defendió los hechos. Así, a través de su principio “verum ipsum factum”, afirmó que el hombre sólo es capaz de conocer lo que él mismo ha realizado.
Nació Giambattista Vico en 1668 del amor entre un librero y la hija de un carrocero. Su infancia trascurrió con normalidad hasta que con ocho años sufrió una grave caída, el cráneo se le fracturó y el diagnóstico de los médicos prometía lo peor: “no sobreviviría o quedaría irremediablemente idiota”. Afortunadamente, los doctores se equivocaron y logró salir adelante sin ningún tipo de secuela física, aunque otra cosa fue lo que ocurrió en su espíritu, ya que aquel niño aprendió durante su convalecencia a preferir la soledad a la compañía y a elegir la melancolía como clima vital. Cuando los padres intentaron que fuera al colegio, Vico no duró ni un curso en volver a su casa, al lugar en donde él se sentía más a gusto, su soledad. Y aquí empieza la historia de un autodidacta, de hecho, uno de los motes por los que en Nápoles se le conocía era “autodidascalo”. Con avidez, leyó De institutione grammaticae del jesuita portugués Emmanuel Alvares, a Pedro Hispano, la Metafísica de Francisco Suárez y otro muchos libros que la profesión de su padre le brindaron. Hemos dicho que uno de los motes de Vico era el “autodidascalo”, por la forma en la que adquirió sus conocimientos, el otro, tiene que ver con un nuevo golpe de mala suerte, con la tisis que contrajo y que le acompañaría toda su vida. “Master tisicuzzus”, así se le conocería también en Nápoles, y aquella enfermedad acentuó aún más su carácter solitario y propenso a la tristeza.
La imaginación como patria
El padre de Vico, consiguió que fuera admitido en las clases que el canónigo Francesco Verde impartía en la Facultad de Jurisprudencia, pero de nuevo ocurrió lo mismo que cuando le quisieron llevar al colegio: nuestro filósofo casi ni pisó las clases, parece ser que en lugar de una lección magistral prefería la compañía de un buen libro. Durante aquel periodo, leyó todo lo que caía en sus manos sobre Derecho y otros saberes, y por cada cosa que aprendió entre los libros profundizó un poco más su soledad. Al final, logra sacar su carrera y hace una breve irrupción en la abogacía, breve porque pronto descubre que no es lo suyo, que prefiere el estudio a la práctica. ¿Pero cómo seguir estudiando y a la vez percibir dinero? La respuesta vino sola, ya que el obispo de Inchia, Geronimo Rocca, le consiguió un trabajo como preceptor de los hijos de su hermano Domenico. La mayor parte del año, la familia de Domenico la pasaba en su marquesado de Vatolla, una zona de aires sanos que era especialmente beneficiosa para paliar la enfermedad de Vico. En aquella casa educó a los hijos del marqués, y como después de las lecciones tenía mucho tiempo libre, pudo utilizarlo para continuar con sus lecturas y estudios. Pero al material que Vico había traído consigo, había que sumarle la magnífica biblioteca que la casa de Domenico poseía. Durante seis o siete años, nuestro filósofo habitó el marquesado de Vatolla, y en él, de nuevo, habitó la soledad. Aquellos años, sumados a un pasado también solitario, fortalecieron en Vico la facultad de la imaginación, a través de ella, aprendió a liberarse de los límites que la vida le había impuesto y que le impondría. Aprendió a hacer de ella su patria.
En 1695 regresa a la casa paterna de San Biagio, y se dedica a impartir clases particulares de latín y a escribir elogios, poemas conmemorativos e inscripciones funerarias a sueldo. Son momentos de penuria económica para Vico, pero no tardaría en encontrar una salida, ya que logró la cátedra de retórica de la universidad de Nápoles. Ciertamente era de las peor pagadas, pero sumando ese sueldo al que seguía obteniendo como profesor particular y escritor mercenario, pudo formar una familia con Teresa Catalina Destito, una joven analfabeta que le daría ocho hijos. Si bien la cátedra de retórica no estaba bien pagada, sí que le brindó a Vico la entrada al mundo literario e intelectual napolitano. Así, comienza su producción. De los primero libros de Vico podemos decir que son menores, menores en relación a lo que vendría. En ellos se va forjando poco a poco su pensamiento. La soledad de Vico, no sólo fue vital, sino también intelectual, ya que él no encajaba en las diferentes corrientes filosóficas que recorrían Europa: el mecanicismo cartesiano, el naturalismo hobbesiano, el iusnaturalismo racionalista de Grocio o Pufendorf, el moralismo estoizante o el libertinismo epicúreo. Pero de nuevo, Vico hace de la necesidad virtud, y esa exclusión de la líneas principales filosóficas de su tiempo, le llevan a la búsqueda y creación de una “ciencia nueva”, que quedará encarnada en su inmortal obra Principios de la ciencia nueva, publicada por primera vez en 1725.
Ante todo, la ciencia nueva de Vico busca ser una alternativa al pensamiento cartesiano, a esa filosofía que estaba convirtiéndose en la base del nuevo conocimiento científico, y que incluía dentro de sí tres principios inamovibles: infalibilidad de la razón, primado del modelo matemático del saber y la tríada de criterios de la claridad, la distinción y la evidencia. Estos tres principio del modelo cartesiano, responden a la necesidad que el filósofo francés tuvo de combatir el escepticismo que asolaba Europa. Pero el empeño de Descartes, el empeño de sentar el conocimiento en bases absolutamente firmes, fue considerado por Vico como una mera falsificación, ya que no hacía justicia a la experiencia del hombre del mundo. Especialmente, en aquellos ámbitos que a él más le interesaban: la moral, la política y la historia. Pero no sólo en ellos, porque para Vico el método cartesiano también resulta inútil en la investigación del mundo natural. Descartes formaba parte de la tradición que siguió el lema galileano que decía que el mundo estaba escrito en caracteres matemáticos, pero Vico no, porque ante todo, y ahí vemos la huella que el cristianismo dejó en él, creía que el interior del mundo, su secreto, estaba vetado para los hombres, que era algo exterior a nosotros y que sólo Dios podía conocer. Esta afirmación viquiana restituía la falibilidad de nuestro conocimiento, resaltando la necesidad del hombre de experimentar y el valor de la conjetura, lo probable y lo verosímil. De este modo, la apuesta de Vico es una apuesta que se enfrenta con la razón pura cartesiana, y que además lo hace reivindicando el valor del ingenio, la evocación y la sabiduría poética. En una época en la que la filosofía de Descartes había enseñado a Europa a buscar la verdad en la razón, Vico sitúa esa búsqueda en los hechos. Y en esta línea acuña su ya famoso principio “verum ipsum factum”, que identifica lo verdadero con lo hecho, es decir, que el hombre sólo es capaz de comprender plenamente lo que él mismo ha realizado. ¿Y cuál es la mayor producción de los hombres? La Historia, de ella, y sólo de ella, el hombre puede tener conocimiento. La concepción viquiana de la Historia, está principalmente marcada por la afirmación de que ésta no es líneal sino cíclica. De este modo, Vico distingue cuatro etapas que están llamadas a repetirse: la de la animalidad (marcada por el temor a la Naturaleza), la de los dioses (definida por la presencia de mitos y sacerdotes), la de los héroes (en la que encontramos violencia, poesía e imaginación) y la de los hombres (regida por la filosofía y el derecho). Cada etapa conoce su momento de génesis, su punto álgido, su decadencia y final. En el caso de la etapa de los hombres, la decadencia bien marcada por el escepticismo religioso, el egoísmo, la pereza y la pérdida de valores compartidos. Cuando esto ocurre, ella finaliza y la Historia se reinicia volviendo a cumplirse de nuevo todas las etapas.
En el laberinto de la Historia.
La obra de Vico no tuvo entre sus contemporáneos el éxito que merecía. Aunque por lo menos, su actividad intelectual le valió convertirse en el historiador de los borbones napolitanos (Carlos VII de Nápoles y III de España), cargo que desempeñó hasta su muerte en 1774 en la misma ciudad que le vio nacer. Ahora bien, su obra no cayó en el silencio histórico, y su influencia será decisiva en autores como Comte, Croce, el marxismo o la hermenéutica de Gadamer. Al final, una vez más, el hombre que se queda solo entre sus contemporáneos, que padece el silencio de los suyos, es recuperado en algún punto del laberinto de la Historia. Y Vico, bien lo merecía.