Génesis

Génesis

La obra de la portada es de Coubert, un autorretrato que lleva por título El hombre desesperado.

Entiendo la génesis como una acción en la que dos fuerzas se combinan, una que afirma y otra que niega. La primera, nos habla del esfuerzo por mantener esa parte de nosotros a la que decimos que sí. Esfuerzo (conatus) por mantenerla, por seguir afirmándola, pero también, por llevarla a su máximo desarrollo, a su zenit, en un empeño en el que debe regir la erótica del no-límite: una tensión incendiaria contra cualquier “Non Terrae Plus Ultra”.

Combinada con esta fuerza afirmativa, la génesis demanda también negación. Porque se construye, ya nos avisó Nietzsche, también con el martillo. La génesis como negación, es repudiar esas partes de nosotros que nos avergüenzan, que limitan nuestras potencialidades, y por tanto, nuestro desarrollo. Partes feas, débiles, tóxicas… en definitiva, motores marcados por el signo de lo tanático. Frente al conatus que la afirmación invoca, la negación reclama el logos del combate, del agón. Lucha contra nosotros mismos, entendida siempre como el esfuerzo por arrancar aquello que nos niega y, que por eso mismo, negamos.

En el doble movimiento que la génesis de uno mismo impone, afirmar es obligarse a actuar en comunión con aquello a lo que hemos dado el sí. Hacer y repetir, y repetir hasta que el hábito se fija en nosotros. Esta es la lógica del conatus. Y negar, será precisamente, no hacer, no hacer hasta que a base de repetir la parada la mala tendencia vaya perdiendo fuerza hasta eliminarse. Esta es la lógica del agón.

Generarse a uno mismo, no es otra cosa que trabajo diario con el espíritu(1), una tarea en la que dos estrellas deben guiarnos, por un lado, el exigente recordatorio de que cualquier cosa no vale, y, por otro, la certeza de que estamos ante un arte sutil en el que los pasos en falso, las malas indicaciones o las omisiones se suelen pagar de forma cruel.

Sobre la importancia de estas dos advertencias, nos habla con especial acierto Hesse en este pasaje de su Narciso y Goldmundo:

-¿Lo sabes ya?- le preguntó.
-¿Lo de Goldmundo? Sí, reverendo padre, acaban de decirme que está enfermo o que ha sufrido un accidente y que fue menester llevarlo en brazos.
-Así, es. Lo encontré tendido en el claustro donde, dicho sea de paso, nada tenía que ir a hacer. No ha sufrido un accidente sino que se ha desmayado. Esto me desagrada. Pienso que quizá tengas tú algo que ver con la cosa o, al menos, sepas algo, pues eres su amigo íntimo. Por eso te llamé. Habla.
Narciso, con su acostumbrada contención en la actitud y el habla, refirió a grandes rasos la conversación que había sostenido aquel día con Goldmundo y la gran impresión que, por modo sorprendente, sus palabras le habían causado. El abad, con aire contrariado, meneó la cabeza.
-Singulares conversaciones son ésas –dijo, esforzándose por mantener la calma-. La conversación que me acabas de relatar podría clasificarse de intromisión en un alma ajena; es, en cierto modo, una conversación de las que sólo se tienen con el director espiritual. Pero tú no eres el director espiritual de nadie porque aún no has recibido las órdenes. ¿Cómo es posible que hayas adoptado con un alumno el tono de consejero en cosas que son de la exclusiva competencia del director espiritual? Ello, como ves, ha acarreado funestas consecuencias.

El espíritu, es centro creador: desde él el mundo se interpreta y esa interpretación determina nuestras acciones. Así, todo hombre está obligado a vigilar –y no olvidar nunca esta guardia- quién y qué lo manosea, porque todo paso deja huella y toda huella es de alguna forma u otra semilla. Esta es la enseñanza del abad, el aviso de vigilar atentamente –¡cave canem!– las puertas del espíritu.

“Con tanto ruido no veo”, dejó escrito Juan Ramón Jiménez, y ese ruido no es otra cosa que el brutal enjambre de todo lo que desde el mundo intenta entrar a nuestro espíritu. Aparecerán malas levaduras, fórmulas estériles, la promesa de lo fácil… pero entre tanto ruido, brillando al fondo de la negra nube, laten también diamantes de luz, piezas cuyos reflejos proyectan una sabiduría, que no es otra cosa que el arte de habitarse y habitar el mundo(2). Aprender a mirar, dejarnos impactar por ellas, debe ser tarea obliga.

La vanidad, Philippe de Champaigne

La obra es de Philippe de Champaigne, y lleva por título La Vanidad.

Nuestro proceso de génesis diaria, de creación permanente(3), no está exento de dioses, y entre ellos uno se reserva la centralidad. Pero no es dios, sino diosa, la lucidez. Dice Lewis, que “la luz no se ve pero gracias a ella podemos ver las cosas”, y no hay mejor forma de sintetizar la función que desempeña nuestra divinidad. Al pedir su guía, nos demandamos al mismo tiempo la exigencia de mantener los ojos del espíritu, los ojos y todas sus potencias, bien abiertos, con el fin de poder “ver”, de poder elegir y hallar. Elegir qué permanece en nosotros y qué cambia. Aprender a hallar esos diamantes de luz.

Lucidez como brújula, pero también, llamada constante a la rebeldía, entendida ésta como una lucha permanente contra la gravedad propia de los hombres: la estupidez. Una estupidez que debemos entender como un sopor del alma que poco a poco nos va instalando en la insensibilidad más absoluta. Por ella, el espíritu se opaca, y se vuelve ciego, y nuestra propia génesis, pero también lo que le ocurra a los otros y a lo otro, deja de importarnos. Asistimos así, al drama de la obturación de la conciencia.

Frente al espíritu que se opaca, que ya no se siente ni se desea, y que se vuelve indiferente a esa falta, la mirada abierta, aquella cuyo sinónimo es génesis de uno mismo. Génesis diaria, creación como norma, para evitar que el ruido del mundo tienda a borrarnos, a volvernos ciénaga. Es decir, génesis, como el esfuerzo y la lucha(4) para lograr “saltar a través del aro ardiente del mundo”(5) .

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(1) Al hablar del espíritu, hablo de algo que el cuerpo, la materia, genera, algo inmanente a él. Como ya avisó Spinoza: aún no se ha pensado lo suficiente lo que el cuerpo puede.
(2) Esta sabiduría la entiendo como la capacidad de generar alegría en la tragedia -entendiendo este término como lo concebían los griegos- que es la vida.
(3) Señalar, que la creación a la que llamo, no es una creación desde la nada, pero sí debe implicar ser capaces de crear en nosotros vacíos, derribar viejas torres (hábitos, creencias, miedos, esperanzas…) para levantar nuevas más sólidas y luminosas.
(4) Esta es la única “lucha por la vida” que considero legítima.
(5) Este “disparo” pertenece a Ingeborg Bachmann.

Autor

Soy filósofo y hago cosas con palabras: artículos, aforismos, reseñas y canciones. De Tarántula soy el cocapitán y también me dejan escribir en Filosofía Hoy. He estado en otros medios y he publicado algo en papel, pero eso lo sabe casi mejor Google que yo.

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