Descubrí su cadáver en la bañera. Se había abierto las venas pero ni una gota de sangre salpicaba el esmalte. Su cuerpo yacía en un enorme charco de caracteres negros, engarzados unos con otros en una orgía de fuentes. Una riada de tipos aún brotaba de sus venas azules, y las florituras de la Cassandra se enredaban a la vez en la bravuconería de la Impact y la esbeltez anoréxica de la Arial Narrow, formando mil veces la palabra “angustia”.
Cuando la policía me preguntó si se me ocurría alguna explicación, sólo acerté a decirles que durante años había leído mucho a Kafka.