Sam Shepard, Michael C. Hall y Don Johnson, protagonistas de Frío en julio
El director Jim Mickle se ha convertido en uno de los nombres más interesantes del cine norteamericano de género en su vertiente más indie. Ya su ópera prima, Mulberry Street, puso de manifiesto su interés por el retrato de personajes por encima de los efectos especiales o los excesos sangrientos.
Frío en julio, su cuarto largometraje, parece la carta de amor del realizador al cine de bajo presupuesto de los ochenta. Hay en este thriller repleto de giros un cierto aroma a las cintas de John Carpenter, especialmente en la utilización de una banda sonora repleta de sintetizadores, aunque también a los productos de acción que dirigiera Michael Mann en los ochenta. Esa influencia se nota principalmente en una fotografía donde predominan esos neones tan presentes en los primeros trabajos del autor de El dilema. No obstante, el filme se aleja del esteticismo de Drive, otra película del siglo XXI que parece rendir tributo a las cintas de acción que dirigiera el responsable de Heat, para adecuar lo más posible la trama con su empaque visual. Mickle tiene claro que para ofrecer una historia que tiene lugar en los Estados Unidos de los ochenta es necesario cierta estética imperante en la época. Tampoco resulta baladí que haya escogido como uno de los intérpretes del largometraje a toda una estrella de aquellos tiempos: Don Johnson, protagonista de la serie de televisión Corrupción en Miami, que aquí encarna al detective que ayuda a los dos personajes principales.
Pese a todo, la cinta no se limita a ser una copia de sus evidentes referentes y parece adaptarse como un guante a uno de los temas principales de la filmografía de Mickle: la paternidad más o menos responsable. Un asunto ya muy presente en Stake Land, donde seguíamos los pasos de un hombre que ejerce como progenitor de un adolescente huérfano en una América repleta de vampiros, o Somos lo que somos, remake de la película mexicana Somos lo que hay que abordaba las relaciones de un cabeza de familia y sus hijos dentro de un clan de tradición caníbal.
Frío en julio reincide en esta temática, aunque lo haga desde el thriller y no desde el cine de terror, como ocurriera en los trabajos previos de Mickle. En esta ocasión, seguimos los pasos de Richard Dane (un estupendo Michael C. Hall), un padre preocupado por defender a su mujer e hijo de aquellos que han alterado su apacible vida como vendedor de marcos en una población texana. Por otro lado, nos encontramos con Russel (un sobrio Sam Sephard), progenitor del supuesto ladrón que ha asesinado Richard, que se arrepiente de la escasa relación que ha tenido con su vástago. Ambos, en compañía de un detective con apariencia de vaquero (Johnson) y superada su inicial confrontación, harán lo que tengan que hacer por sus hijos.
Por otra parte, Mickle refleja la fascinación por la violencia de la población estadounidense donde tiene lugar gran parte de al película. En este sentido, cabe destacar que el Richard, un hombre común, logra el respeto de la comunidad donde reside cuando mata al ladrón que entró a robar en su casa.
Pese a las conclusiones que podamos sacar a posteriori, el realizador norteamericano nunca acude a subrayados innecesarios y ofrece un thriller seco de bajo presupuesto, con algunos buenos momentos de suspense y repleto de giros que adapta una novela pulp de Joe R. Lansdale. El resultado es, sin ninguna duda, la película más lograda e interesante del director y uno de los mejores thrillers que ha dado el cine independiente estadounidense durante la segunda década del siglo XXI.