Uno de los lugares de visita obligada para todo turista que se adentre en la Ciudad de México son los canales de Xochimilco, casi 187 kilómetros de meandros e islas que habitualmente son recorridos a bordo de trajineras, unas coloristas barcazas que pueden alquilarse tanto para un paseo romántico como para correrse una juerga con alto riesgo de acabar en el agua. Aunque uno puede contratar las trajineras todo el tiempo que desee, lo habitual es que el recorrido se ciña a los alrededores de los embarcaderos.
Siempre me he preguntado qué hay más allá. 187 kilómetros son muchos kilómetros.
La respuesta está en Mai Morire (2012) de Enrique Rivero, la primera gran película que hemos visto en el D´A 2013. Escrita en colaboración con Aleka Rivero, narra la historia de una mujer en torno a los cuarenta y cinco años que se traslada a la zona más al sur de Xochimilco para cuidar a su centenaria madre durante las últimas semanas de su vida. Y los Rivero, como Antonio Méndez Esparza en Aquí y allá (2012), observan a sus criaturas (encarnadas por actores no profesionales) con extraordinario amor y respeto, sabiendo imprimir a sus imágenes un ritmo pausado, lento como son los días en ese rincón tan lejos y tan cerca a la vez del área metropolitana más grande del hemisferio occidental. Un espacio en el que morir es tan natural como ver amanecer o anochecer, en el que no existe la prisa ni los miedos que gobiernan la vida de los hombres un poco más al norte.
Rivero debutó hace cinco años en el largometraje con Parque Vía (2008), una excelente película de temática muy alejada de la que ahora nos ocupa pero que comparte con ésta una cierta caligrafía visual y un tratamiento pausado del tiempo cinematográfico. Nunca entenderé ese lugar común que dicta que las películas no pueden ser lentas; nadie acusa a un, por ejemplo, Te deum de Mozart de tener un tempo lento, cada relato debe encontrar el ritmo de su narración y Rivero lo halla en esta su segunda incursión en el largometraje. Incorpora como novedades una cierta influencia del Reygadas de Luz silenciosa (2007) aunque sin la impostada “dreyerización” con que éste contaminaba la comunidad rural retratada y añadiendo un componente mágico que maneja con sumo cuidado para que genere antes imágenes simbólicas que poesía onírica.
Una película llena de planos hermosos (las trajineras iluminadas con velas la noche de muertos) que es antes que nada un relato sobre la satisfacción de haber cumplido con tu deber para/con los que te preceden en la vida. Un relato vitalista a partir de una agonía.
También vitalista, sin tener absolutamente nada que ver con Mai Morire, es Frances Ha (2011) de Noah Baumbach, la segunda gran película que nos ha deparado el festival en su primer fin de semana. Aunque la firma el director y guionista que estuvo nominado al óscar por Una historia de Brooklyn (2005) es un trabajo que no se puede entender sin Greta Gerwig, musa y artífice del “mumblecore”, de la que ya nos quedamos prendados en Damiselas en apuros (2011) de Walt Whitman y que aquí ejerce de protagonista, coguionista y me temo que de responsable del resultado final tanto o más que su director y pareja en la vida real. Filmada en un Nueva York en blanco y negro, es ante todo una “girly movie” en la que las mujeres neoyorquinas son mostradas, no como ellas se quieren ver (que es lo que sucedía en Sexo en Nueva York -1998/2004- de Darren Star y Michael Patrick King) sino cómo son realmente (aunque todo intento de esta naturaleza sea necesariamente parcial y subjetivo) Dicho de otro modo, a diferencia también de la serie Girls (2012) de Lena Durham con la que habitualmente se la compara, Frances Ha no basa su personalidad en el atrevimiento sexual sino en una concepción femenina de la amistad que poco o nada tiene que ver con la masculina y que no es, dejémoslo claro por si acaso, ni mejor ni peor.
Baumbach y Gerwig no atacan, y esto es uno de sus méritos, al sexo masculino para defender al femenino. Los hombres que aparecen no son (como pasa en el cine español que confunde hembrismo con feminismo) idiotas en permanente estado de erección, lo que sirve para que su discurso (eminentemente lúdico) adquiera legitimidad.
Eso sí, Greta Gerwig fagocita, literalmente, la película. La actriz devora sin esfuerzo a todos sus compañeros de reparto y eso es un problema cuando se trata de entender al personaje interpretado por Mickey Summer. Si estamos ante la historia de una amistad femenina, queremos entender a las dos partes, debemos ver o adivinar por qué las dos chicas son amigas o al menos qué ve una en la otra. Y eso no está en ningún momento. El vendaval Gerwig apenas deja espacio para que se desarrolle el personaje de la hija de Sting. Éste se encuentra, como los personajes masculinos en Sexo en Nueva York al servicio de lo que la protagonista necesita que ocurra. Este desequilibrio coloca, involuntariamente me temo, a Frances al borde del lesbianismo psicopático. No entendemos qué es lo que ve ella en su amiga del alma (ni al revés) ni el porqué de esa dependencia.
Pero quizás sea un problema de mi condición masculina.
Igualmente muy neoyorquina, pero del Bronx (un distrito en el que Frances Ha ni se plantea buscar apartamento durante ninguna de sus múltiples mudanzas) es The we and the I (2012), la nueva película del siempre imprevisible y sólo a veces acertado Michel Gondry. La película consiste básicamente en meter a los chavales de La clase (2008) de Laurent Cantet en un autobús de línea el último día de curso y ver qué pasa hasta que llegan a sus casas. El director de Olvídate de mí (2004) usa para poner en marcha su film la misma técnica que Cantet en la película ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2008: montar un taller actoral con estudiantes reales de secundaria y luego elegir los mejores para protagonizar la cinta. Y, como en el título citado, logra una asombrosa naturalidad en las interpretaciones, realismo ayudado por una planificación extremadamente complicada que parece sin embargo sencilla y transparente.
El resultado, no obstante, está muy lejos de la película francesa que parece haberle servido de inspiración metodológica. Básicamente porque los personajes que Gondry retrata son, en su mayoría, descerebrados que bien podrían haber salido de cualquiera de los bodrios que a buen seguro ellos mismos consumen en su ordenador. Es una de esas películas en las que a la media hora estás deseando que algunos de los protagonistas (precisamente los que más tardan en hacerlo) desaparezcan para siempre o, en este caso, se bajen por fin del autobús. Los conflictos que Gondry, conjuntamente con sus guionistas Jeffrey Grimshaw y Paul Proch, plantea me resultan poco interesantes o directamente rutinarios en su mayoría y el que usan para cerrar la película increíble por apresurado.
El realizador rompe, no sé si es un acierto o no pero sí un alivio, la unidad de espacio y tiempo con unas imágenes grabadas con teléfono móvil que ilustran episodios de la vida de los protagonistas de manera un tanto “suequizada”. No es suficiente para justificar la autoría de su director, en cualquier caso.
Aunque quizás habría que revisar lo que se entiende por un autor hoy en día y empezar a hablar directa y sencillamente de cine independiente.