Tres películas británicas, todas con la cárcel como telón de fondo, han llegado a la pantalla del cine Aribau de la Gran Vía barcelonesa. Dos de ellas son bastante correctas, no apasionan pero tampoco aburren y demuestran lo gris que es la vida en Inglaterra fuera de Londres.
La tercera es apasionante.
Desde 2010 no veíamos en España una película de Michael Winterbottom, concretamente, la última fue El demonio bajo la piel. Y aunque en breve se estrenará en salas comerciales un remontaje de su serie para televisión The trip (2010), el activo director de In this world (2002) ha seguido dirigiendo a su ritmo habitual y permanecen, de momento, inéditas aquí Trishna (2011) (con Freida Pinto) The look of love (2013) y esta Everyday que hemos visto en el D´A y que se sitúa cronológicamente entre los otros dos títulos citados.
La cinta narra básicamente cinco años en la vida de una familia numerosa cuyo padre está en la cárcel. La gracia de la película estriba en que está rodada a lo largo de un lustro real, por lo que los actores que interpretan a la pareja protagonista y sus hijos crecen ante nuestros ojos, entre visita a la cárcel y vista a la cárcel.
Y poco más. Si los personajes no hubieran sido ficticios habríamos tenido un interesante documental pero no es así. Hay un guión y hay unos protagonistas pero poco interés en lo que les pasa. Una infidelidad, una recaída, una reconciliación familiar y ya. La excelente partitura de Michael Nyman (que recuerda a la que este mismo músico le regaló a Winterbottom en Wonderland -1999-) da unidad a los pasos de tiempo. Demasiado poco para un director capaz de reinventarse en cada película que firma.
La segunda producción británica exhibida se llama Wasteland (2012), la dirige Rowan Athale y es una combinación de película de robos y de venganza protagonizado por un tipo que acaba de salir de prisión. Athale se queda a medias en casi todo debido a un insólito pudor a la hora de decidir el tratamiento que le da a sus tramas. Por un lado, éstas se prestaban a una exhibición de violencia “tarantinesca” que el director reduce a lo indispensable. Por otro, articula todo el tercer acto en torno a una serie de giros en el guión de los que él mismo se avergüenza por lo que acaba exponiéndolos verbalmente para que nadie le acuse de tramposo. Todo lo anterior intenta compensarlo dotando de cierta complejidad humanista al personaje central, pero Luke Treadaway es demasiado joven para ello y, aunque realiza una correcta interpretación, no compensa la tibiedad del conjunto.
El largometraje apasionante de la cosecha británica es El impostor, una película que lleva camino de convertirse en el documental del año. En ella, su director, Bart Layton logra algo que casi nunca sale bien, sobre todo en televisión: mezclar testimonios reales con dramatizaciones de los hechos relatados. Winterbottom ya hizo algo parecido en Camino a Guantánamo (2006) y aquí Layton da un paso adelante atreviéndose a usar el audio para unificar realidad y ficción. Lo que el personaje real comenta frente a la cámara se convierte en playback dicho por los actores en la reconstrucción. Es sutil, pero tremendamente eficaz.
La polémica que persigue a esta película desde su pase en el “Sundance” de este año reside en si es o no verdad todo lo que relata o se trata de la forma más evolucinada de “Mockumentary”. La sospecha surge, como ocurría, por ejemplo Grizzly man (2005) de Werner Herzog cuando todo es demasiado cinematográfico, demasiado (permítaseme la palabreja) “guionístico” como para haber ocurrido de verdad. No estoy diciendo que todo sea ficción, puede que la organización de los materiales así como el recurso de las dramatizaciones ayuden a dar esa impresión pero…
Se va a estrenar comercialmente, véanla y hablamos.