Desde que a Gus Van Sant se le ocurrió que la mejor forma de representar la matanza de Columbine era pegando su cámara al cogote de los protagonistas y seguirlos pasillo arriba pasillo abajo por todo el instituto horas antes de la tragedia, han sido numerosos los cineastas que han hecho del encuadre “collejero” un rasgo estilístico con el que creen acceder al estatus de autor.
Ektoras Lygizos y Alberto Campos son dos de estos directores. El primero ha presentado en el festival Boy eating the bird´s food (2012) película con la que obtuvo el “Giraldillo” de plata en el pasado “Festival de cine europeo de Sevilla”. Con la cámara pegada constantemente a la parte trasera de la cabeza protagonista (con algunas leves incursiones en laterales y rostro) Lygizos sigue el deambular por la ciudad de su protagonista que consiste básicamente en ir a ver a la chica que le gusta al centro comercial en el ella que trabaja, masturbarse al llegar a casa e ingerir posteriormente su propio semen suponemos que como alternativa gastronómica al alpiste que le roba a su pájaro para desayunar cada amanecer. Al final (SPOILER, aunque no creo que a nadie le importe) todo resulta ser un ensayo sobre la anorexia o algo así.
Que la crisis económica ha afectado seriamente a los cineastas griegos es algo que sabemos desde el éxito de la excelente Canino (2009) de Giorgos Lanthimos. Películas como ésta o L (2012) de Babis Makridis (vista en la edición del pasado año de este mismo festival) denotan que la puesta al día cinematográfica del teatro del absurdo puede ser la forma más adecuada de retratar la Europa del sur en el siglo XXI. Boy eating the bird´s food se queda mucho más corta que las dos cintas citadas aunque se soporta porque es breve y, aunque no quieras, los hábitos alimenticios del protagonista enganchan más que una dieta rica en tofu y Omega 3.
Muchos cogotes vimos también durante la proyección de Simon Killer (2012) de Antonio Campos, director italo-brasileño afincado en Nueva York, que ya había sonado en el circuito de festivales independientes con Afterschool (2008) y que como productor nos trajo una de las mejores películas del 2011 Martha Marcy May Marlene de Sean Durkin. En este su segundo largometraje juega a algo muy peligroso y perturbador para el espectador: su título, que condiciona absolutamente el visionado de la película hasta tal punto que eliminando de éste la palabra “killer” la experiencia del espectador sería radicalmente distinta. Es una de esas películas (como Tony -2010- de Gerard Johnson) basadas en adivinar la psicología perturbada de un personaje a partir de su comportamiento diario durante un breve periodo de tiempo. En el caso del Simon del título (bastante bien interpretado por Brady Corbet) la progresiva (¿o no?) caída en la psicopatía de un joven estadounidense que ha ido a París a intentar reconciliarse con su novia y que, tras el fracaso de su misión, inicia una relación con una prostituta (extraordinaria la casi debutante Constance Rousseau) que se enamorará de él. Y Campos consigue algo muy difícil: no dice (ni sugiere claramente) en ningún momento lo que está pasando en la mente del protagonista, lo que alinea al espectador de forma automática con la prostituta a la que no le ahorra momentos de sordidez pero con quien logramos empatizar sin caer en tentaciones eróticas ni redentoras.
Y, aquí, sí, el seguimiento obsesivo del cogote del protagonista transmite el desasosiego de estar en compañía del alguien que en cualquier momento puede tener una reacción como la que el título indica.
Aunque no la llegue a tener nunca.