El cine español (y hasta que una ley de mecenazgo adecuada cambie las cosas) parece condenado a dividir sus producción entre títulos auspiciados por las televisiones privadas (tanto económica como publicitariamente) y películas autofinanciadas o ejecutadas sin presupuesto relevante. Los primeros abarcan desde superproducciones (Lo imposible -2012- de J.A Bayona) a títulos con carencia casi total de “production values” (8 apellidos vascos -2014- de Emilio Martínez Lázaro) mientras que la explotación de los segundos va conformando unos canales alternativos de exhibición parecidos a los existentes en México o Brasil.
El ciclo “Un impulso colectivo” comisariado por Carlos Losilla dentro del “D´A” de este año se centra (al contrario que el reciente Festival de Málaga) en esa segunda categoría de films materializados sin pensar en rentabilidad económica alguna. Por supuesto, la bondad o maldad de los productos resultantes es (más o menos) independiente de la cantidad de puestos de trabajo remunerados que ha generado cada rodaje.
Edificio España (2012) de Víctor Moreno es un excelente documental que inició su grabación con la intención de retratar el día a día de los operarios que reformaban el Edificio España de Madrid y al que la realidad (el estallido de la burbuja inmobiliaria primero y el intento de secuestro del film por parte del Banco de Santander después) convirtió en la película proletaria definitiva, en la crónica desoladora de la decadencia de la capital de España tras más de veinte años de gobierno “pepero” y (finalmente) en una desoladora metáfora del país que creímos ser y el que realmente somos. Muchos logros para un título tan modesto que no se detiene más allá de lo necesario en los tiempos muertos y que constituye la explicación exacta de porqué el que esto escribe decidió hace cuatro años largarse de la Villa y Corte. (La reciente compra del Edificio España por parte del hombre más rico de China constituye un inesperado epílogo al contundente discurso de Moreno).
El futuro de Luis López Carrasco es (como otro de los títulos ya exhibidos en el festival, Stella Cadente -2014- de Luis Miñarro), una peli de esas que hay que sentarse a ver sabiendo a lo que se va. Intencionadamente ubicada en territorios más cercanos a las artes plásticas que al cine tradicional, tiene a su favor un concepto teórico claro (bastante bien) trasladado a la pantalla. López Carrasco metió en un piso de Madrid a un grupo de amigos suyos mezclados con estudiantes de la RESAD, todos vestidos y maquillados a la manera de los 80 como si de una fiesta real de la época se tratara y rodó su devenir en 16 mm. Durante el primer día de los dos que duró el rodaje (y la fiesta) el director se limitó (según confesión propia) a servir chupitos mientras el cámara iba grabando con teleobjetivo primeros planos de los asistentes y el sonidista registraba las conversaciones lo mejor que podía. El domingo, los aspirantes a actores asistentes pusieron en escena algunas situaciones (más o menos) guionizadas. Después, López Carrasco pasó ocho meses editando el material (me pregunto con qué criterio ya que no hay en el resultado final nada que pueda marcar una pauta en la cadencia de planos y estos son extremadamente parecidos entre sí) e introduciendo (he aquí su acierto) una serie de distorsiones visuales que van poco a poco excavando un agujero en la fiesta de 1982 que trasladará la película hasta el momento actual en donde, en lugar de los imaginados “niños deformes montando en sus motos / desiertas ruinas con bellas piscinas / mujeres resecas con voz de vampiras / mutantes hambrientos buscando en las calles y cadáveres frescos que calmen su hambre” lo único que hay es una puerta de un supermercado “Día” abriéndose y cerrándose. Estupenda la elipsis temporal vertebrada a partir de las fachadas de edificios madrileños de diferentes épocas así como la sucesión de fotos fijas situada a la mitad del metraje durante la cual escuchamos por primera vez el tema de Aviador Dro “Nuclear, sí” al que pertenece el fragmento arriba entrecomillado. Aunque solo dura 67 minutos, López Carrasco prolonga en exceso una primera parte donde su concepto queda suficientemente expuesto en el primer cuarto de hora y en la cual podría haber situado alguna secuencia extra dramatizada (como la impagable escena en la cocina con una chica salpicando de leche materna recién salida de sus pechos el rostro de los demás asistentes, momento coronado con la mítica réplica de la presumiblemente reciente mamá: “lo hago muy a menudo”) o, al menos, haber dejado inteligibles alguno de los diálogos entre los personajes.
Más densa parece, a pesar de que su responsable la considere muy divertida, la antes mencionada Stella Cadente. Aquí Miñarro, productor de admirable cinefilia y exquisito gusto por las camisas estampadas, debuta en la dirección de ficción con una película de época sin apenas presupuesto que tiene sus mejores momentos en las rupturas de tono que dejan entrever que no hay que tomársela tan en serio como su cadencia temporal sugiere. Stella Cadente puede aburrir, irritar, resultar curiosa o entusiasmar. Todo a la vez.
Y para demostrar que también hay diversión en el “low cost” castizo ahí está la Ilusión de Daniel Castro que, en idéntico metraje al de El futuro, es capaz de crear empatía hacia un personaje enfrascado en la lucha por un sueño tanto más admirable cuanto absurdo. Ilusión fue mi favorita durante las nominaciones en la última edición de los Premios Goya. La carta a Haneke (“es usted un aguafiestas”), la composición final para voz y casiotone titulada “Los etruscos” o la intervención de Víctor García León alabando su “váter ducha” hacen desear que alguien le financie a Castro el rodaje de 20 minutos extra e Ilusión pueda hacer reír a espectadores que ni siquiera saben de la existencia de la Cineteca, el CCCB, el Filmin o este festival.