Mi amigo me miraba y sonreía. Le pregunté si sus ojos eran verdes o azules.
Cogió el vaso de vino, bebió unos sorbos pausadamente y me dijo que sus ojos aún no se habían puesto de acuerdo en el color. De todas formas yo era Fausto, añadió clavando sus pupilas en mí, así que debería saberlo mejor que nadie. Me encogí de hombros y partí un trozo de solomillo. Lo llevé a la boca y lo saboreé con especial deleite. Hace tiempo que vendiste tu alma al diablo, insistió, apurando su vaso. Quién no lo haría para lograr la sabiduría, dije mientras cortaba otro trozo de carne y me sentía casi como un nuevo doctor Frankenstein. ¿La sabiduría?, se extrañó, y luego dijo: Tú lo que quieres es ser inmortal. Te horroriza hacerte viejo, confiésalo. ¿Para qué quieres que lo confiese?, le pedí que me acercara la botella de vino.
Seguimos hablando sobre el mismo asunto durante más de media hora. Lo que no le diría es que había vendido mi alma por el amor de una mujer mucho más joven que yo.
Aunque supongo que esa es otra forma de inmortalidad.
(Para María Rodríguez Velasco y José Zurriaga)
http://sotelojusto.blogspot.com.es/