La imagen pricipal es de Zaria Forman.
El padre de Michel Onfray fue jornalero toda su vida. Cuando el filósofo tenía diez años, y mientras ayudaba a su progenitor en las duras y repetitivas tareas que el campo exige, le preguntó por el viaje que siempre había deseado, a lo que éste respondió que le gustaría conocer el Polo Norte. Pasados los años, Onfray pudo hacer que este deseo se cumpliera, y así, el hombre de campo, ya mayor, salió por primera vez de una pequeña villa francesa rumbo al Polo Norte. Este viaje es lo que Estética del Polo Norte retrata. Un librito fantástico que está a caballo entre el ensayo, el diario filosófico y el cuaderno de viaje.
Dividido en varios actos, Onfray hace avanzar su reflexión, aquello que ve y aprende durante el viaje. El primero de esos actos, tiene como objeto la forma en la que la Naturaleza se muestra en esa tierra dura y fría. Onfray, muestra aquí su especial capacidad para escribir, su facilidad para retratar en pocos trazos lo que ve y unirlo de manera precisa y cuidada a una reflexión de carácter filosófico. Pero no abusa del concepto, escribe sabiendo medir las palabras y nunca olvidando que la belleza es aliada de la idea, que el estilo es la música del concepto.
¿Qué es lo primero que enseña el Polo Norte?: “Lo vasto coincide con la desmesura, con lo inmenso. Asusta, angustia al hombre, le enfrenta a su condición de partícula impotente, infinitamente más pequeña. Ante la explosión glacial de un iceberg, viendo venir la ola de varios metros de alto, azul y blanca, pero desafiante como un tifón, todo individuo se siente como una brizna de paja, entiende su cuerpo como una cosa pequeña, frágil, efímera, incluso ridícula, llamada a desaparecer, mientras todo lo que le rodea persiste por tiempo indefinido. Eternidad de los elementos y vacuidad de la persona, tiempo lento y prolongado de las piedras, del agua y del aire contra el tiempo rápido y breve de los hombre y sus ridículas preocupaciones”. Así, la primera enseñanza que el paisaje polar entrega no es otra que la de recordar al hombre cuál es su medida. En estas palabras de Onfray casi nos parece estar leyendo al Pascal de los Pensamientos, pero es que ambos filósofos coinciden en la certeza de que el hombre occidental habita el mundo bajo el signo del delirio prometeico: adolece de hybris, de un orgullo desmedido frente a aquello que le envuelve y que sin duda –lo quiera o no reconocer- le supera.
El pueblo que acoge a la familia Onfray, son los inuit, hombres y mujeres que pertenecen a una civilización de al menos tres milenios de edad. No es poca cosa, y habría que ser muy estúpido para no mantener los ojos y los oídos bien abiertos, y más cuando el que hace de compañero de viaje no es otro que el anciano y chamán del grupo. Convivir con él, dirá Onfray, es aprender la belleza de lo mínimo y lo esencial -¿no sería esta una buena definición del paisaje ártico?-, es ser testigo del valor de la mitología frente a ciertos “cuentos filosóficos” o “ficciones racionales”, y por último, es recordar que la palabra nunca puede imponerse sobre la acción: lo esencial ni se dice ni se cuenta, se demuestra.
Pero no todo es “luz” en el Polo Norte: “Pauloosie (el anciano chamán) cuenta que, en 1962, se deportaron a las poblaciones inuit; estas personas fueron conducidas por la policía militar canadiense y estadounidense hasta los campos de refugiados, en los que les prometieron salud, educación y seguridad; los antiguos pueblos fueron arrasados y destruidos, incendiados, y quienes pretendían volver al lugar donde habían pasado toda su vida, eran reconducidos manu militari por los soldados americano-canadiense.” Así, detrás de ese paisaje y esa civilización maestros, late también la sombra, una oscuridad que tiene como origen el fuego civilizatorio de occidente. Para una tribu, ser expulsada de su tierra para ser conducida a otra no es un mero trámite geográfico, y no lo es porque para una tribu la tierra que ha habitado es ante todo tierra simbólica: allí están sus ancestros enterrados y también el escenario que mantiene viva la memoria colectiva y la costumbre. Sacar a los inuit de su tierra, fue expulsarlos de su hogar, de aquello que les era más propio, fue echarlos, literalmente, del centro del universo, de su universo.
El pueblo inuit, descentrado, orbitando en la periferia, se convirtió pronto en un blanco fácil para que el nihilismo más agresivo made in aldea global: “el inuit espera, estancado, desorientado, desconociendo sus tradiciones, privado de identidad, vaciado de su sustancia, víctima del edén psicotrópico difundido por televisión, verdadero instrumento de embrutecimiento de masas –como en cualquier parte, pero allí de manera más flagrante por ser el único cordón umbilical con el resto del mundo-. Mata el tiempo, se entrega al vacío, a la nada, pasa los días con indolencia, privado de alcohol, reducido, cuando hay suerte, a las sustancias alucinógenas, esclavo de la sexualidad más elemental; en ocasiones roba, a veces mendiga un ato, intercambia pequeños objetos sin valor por alguna baratija, por algún objeto venido de otro lado de las montañas”.
¿Privado de alcohol? Sí, ya que las autoridades canadienses y estadounidenses se vieron obligadas a prohibir su venta y consumo porque con su llegada el alcoholismo se convirtió en una auténtica plaga para la población inuit. Pero no sólo el alcohol está vetado, porque las antiguas recetas para preparar psicotrópicos con plantas que tenían como fin el viaje iniciático del inuit, quedaron ocultadas por el chamán para evitar que los más jóvenes las usaran como evasión de la realidad y la autodestrucción, frente al sentido de religación, tanto con la naturaleza como con el grupo, que su uso antaño tenía.
Onfray ofrece con esta obra -que con mimo edita Gallo Nero- un nuevo testimonio de su capacidad para hacer filosofía haciendo uso de los materiales más diversos, en un libro que combina a partes iguales la belleza y lo terrible.
Estética del Polo Norte, Michel Onfray, Gallo Nero, 2015. Traducción: Delfín G. Marcos.