La Tarántula, marzo de 2015
Querido A…, me preguntaba si detrás de esa desazón que os mueve a emborronar folios y más folios, hasta acabar llenando cuadernos y carpetas y cajones, e incluso armarios literalmente abarrotados de papeles sobre los que una vez volaron en filigrana vuestros dedos, me preguntaba, digo, si detrás de tantas palabras y más palabras como amontonáis los letraheridos no habrá una necesidad última de S I L E N C I O, una voluntad inconfesable —entiéndeme—de callar de una vez… Mejor no respondas, sólo es que hoy se me ha puesto la pregunta delante, como ese amigo tan encontradizo y un poquitín pesado, ya sabes. ¿También a ti te pasa? A lo mejor es cosa mía, mi chica dice que soy un misántropo y no sé qué otra cosa…
«El poeta no sabe qué hacer con los versos escritos
y hay bolas de papel atrancando las puertas, no está en sus cabales.»
Ni falta que le hace, y dejémonos de silencios, por ahora.
Te mando el tercer volumen de Nuestra Nueva Biblioteca, que llegará hasta doce, ni uno más, y estará completa. Te podrá parecer que doce son pocos libros, y ya ves, sólo con este que te envío hoy sería suficiente para que quedara todo dicho y, por añadidura, ordenado. Pero hay que decirlo todo otra vez, o sea, una y otra vez; hay se seguir diciéndolo todo sin hartazgo ni fatiga, hasta que nos cubra el gran manto blanco y callemos al fin…
Te cuento. Ya sabemos que las cosas pasan cuando pasan, pero algunas veces, es verdad, se diría que pasan cuando tienen que pasar, ni un minuto antes ni uno después. Casi dan ganas de volver a creer en Alguien que de vez en cuando se molesta en poner un poco de orden en medio de tanto desmadre y tanto lío. Resulta que hace cuarenta años comenzaba a probarse en la esgrima de los versos un chaval nacido en la España verde y profunda, sobre la que aún se cernía la sombra podrida de aquel generalillo desalmado y canijo, el del tipo esmirriado y la calva y el bigotín. «Nunca la luz se puso intensa como ahora» empezó diciendo ese muchacho, y poco después: «Verso tras verso goteaba el poema ardiente». Así era, así siguió siendo hasta hoy. Gota a gota cayeron los versos y los libros, y también sin querer los años hasta completar la cifra bíblica y formidable de C U A R E N T A, y justo ahora vemos reunida la obra de Luis Miguel Rabanal (Riello, León, 1957), que después de todo no ha dejado por completo de ser aquel joven, el que en su carta de presentación se proponía hablar de «Amor, Soledad, Muerte y Asuntos Parejos». Aquel joven pero dado la vuelta, quiero decir, un poeta que retorna al encuentro de sí mismo y de sus lectores —que son fieles y son legión— una vez completado el vasto ciclo de variaciones sobre los temas señalados: más de setecientas páginas de poesía, envueltas de regalo y con un lazo encantador y tristísimo que pone Este cuento se ha acabado (Poesía reunida 2014-1977). Toda una vida de poesía, nos tienta mucho decirlo y dicho está, pero en realidad no es así, entre otras cosas porque el gigante azul que es este libro no recoge toda la obra de su autor, sólo la elegida por el azar o los jurados para hacerla pública. Da igual, sigue siendo mucho. «Espero que el tiempo me devuelva la ilusión multiplicada», decía asimismo el poeta en ciernes, y lo espero yo también, en vilo. El tiempo devuelve a nuestra orilla ilusiones multiplicadas en añicos y otros restos del naufragio: un jirón de tela, un cacho de tabla, un vidrio roto. No son recuerdos, no son vestigios. Es uno mismo, glorioso y hecho polvo y completo al fin, llegando a su destino después de haberse partido duramente la cara con la vida.
El casi kilo y medio de poemas que es Este cuento se ha acabado tiene algo de recuento de cicatrices y batallas, se parece bastante a un cofre de tesoros: copas doradas, negras gemas, brillantes doblones de cantos machacados. Pero si lo miras bien, amigo mío, verás que se trata del propio corsario en carne y hueso, el que un día partió lejos y se ausentó largamente, y lo dio todo y todo lo perdió, y desconocido pero inconfundible regresa al fin y se nos sienta al lado, presencia lenta y luminosa, y extiende las manos hacia el fuego común, y empieza a contar:
«Hubo alguna vez un cuerpo joven que contaba las estrellas
abrazado a alguien que a su vez lo amaba […]»
Dice el azucarillo de hoy, punto y aparte, que Al andar se hace el camino, claro que sí, pero añade que al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar. Pues me da a mí que sí, don Antonio, y que no hay más remedio. La mitad del viaje es el camino de vuelta y lo que vemos entonces es el mismo paisaje pero de otra manera y con otros ojos, a la luz de la experiencia y de la tardecina. El descubrimiento no estaba en el destino, sino en el regreso al punto de partida. Volvemos, desandamos y así terminamos de comprender, así reciben su respuesta las preguntas acuciantes, se nos revelan los misterios y las fuentes donde aplacar al fin la Gran Sed, el regazo donde recostarnos y calmar el Gran Dolor. El buen Luismi a lo mejor hasta está un poco de acuerdo con algo de todo esto, y por eso ha reunido su poesía justo al revés, poniendo por delante lo último («Al final de la curva / el frío empapado de / la noche») y terminando con lo primero que escribió, visionario e imberbe («El final no pudo acabar más lentamente / las aberturas / cerradas de pronto ruido / se sucedieron en ínclita alegoría de lechos»). Y yo no sé, no estoy muy seguro de lo que digo, pero amo esta poesía y quiero a este hombre y espero que después de este tomazo vengan más versos y años, más libros y encuentros. Aun así, me parece que con este título se cierra un ciclo poético fecundo y monumental, cumbre de nuestra poesía reciente y española, y escribirlo me pone dichoso y me colma de pena.
«En el camino de vuelta a casa
se protegen los viejos del sol
y se airean las historias de novias
que solían llorar al saberse
desnudas.»
Dime si cosas así no te ponen a ti también inmenso e inclinado, lloroso y azul…
Algo que se parece mucho a una ley natural, valga el oxímoron, hace que todo poeta y todo hombre recorran una trayectoria equivalente, que es la que nos arroja desde la lanzadera del amor a la diana de la muerte. Se trata, creo, del mismo fenómeno por el cual la boca fragante cuyo aliento nos extasía, etcétera, acaba albergando una fea caries, y más tarde un nido de gusanos. Somos el fruto híbrido de un extraño y fértil enlace entre el blanco amor y la negra muerte, o al revés, hijos muy pródigos y díscolos, eso también, que precisan rebelarse y gozar un poco, jolines, y blasfemar y meterse en líos, y así el amor y la muerte se nos tiznan de ensueños,
«Diane Keaton se ofrecía
puntual, me conminaba a beber
Coca-Cola de sus pechos,
y no sé qué mas pifias
hicimos juntos en Manhattan.»
de erotismo,
«Pienso en ti cada noche, cuando todo es silencio
o ruina, y gimen los ángeles en sus cajitas
de humo, y las muchachas, como tú, os vestís
para un príncipe de enorme glande azul que aprieta
en vuestros muslos.»
de ironía,
«¿No serán los poetas los causantes de la crisis
que nos hunde en el fango, los autores
directos del calentamiento global, los culpables
incluso de la caída en picado de las vocaciones
agustinianas tan pías y elegantes?»
de negro sarcasmo,
«Desde tu tumba ves pasar mucho mejor los trenes.»
y mucho más, todo lo indecible. El copioso caudal de una poesía hecha de luz negra, que gira y gira en torno al sumidero,
«y sin embargo todavía miramos con sorna el perfecto amanecer
de quien nos quiere, a pesar de la existencia que nos quita la sábana
de cuadros y azul y franela por la noche y en ella nos arropa.
Menudo estrambótico sudario.»
Y ya. Igual que el Riello natal tornó en Olleir, el poeta y el hombre desandan su camino hasta el punto de partida, al reencuentro de «El niño que se acostumbra a ponerlo todo en orden», de «aquella chiquilla y su merienda de membrillo», de «la madre que regresa con los calderos del agua», de «la leyenda de un mundo hermoso».
El poeta recoge las miguitas del camino y se recuenta, va terminando y yo, por más que releo y zumbo a su alrededor, sigo sin penetrar el misterio que albergan las palabras, y está bien así. Por más que digo y redigo, sigo sin atreverme a mencionar lo impronunciable, y es mejor así.
No te extrañes, querido amigo, si a la lectura de cualquiera de estos poemas le sigue un silencio perfecto, ese que decíamos más arriba. Sería lo más natural. Ámalo y recibe otro abrazo de tu íntimo
Alberto