Por Rubén Romero Sánchez
«Es indudable que las cosas no han sido nunca neutrales» (Francisco Layna Ranz)
Durante un tiempo me debatí entre el relativismo absoluto en cuestiones artísticas en general y literarias en particular y la absoluta certeza de la calidad intrínseca de una obra con independencia del receptor. Así, la poesía ¿podía ser la disposición aleatoria en un folio de palabras recortadas de una noticia de periódico?, o debía ser, como aseguraba un catedrático que me dio clase hace casi veinte años, un hecho racional cuya calidad era susceptible de ser analizada científicamente a traves de una serie de parámetros? Para mí no existía equidistancia, debía posicionarme, y mi toma de partido marcaría no solo mi forma de analizar el hecho literario, sino incluso mi forma de escribir.
Afortunadamente, hace muchos años que me recuperé de aquello, y desde entonces el arte y la literatura solo los abordo desde mis propios e intransferibles postulados, y me trae bastante sin cuidado lo demás. ¿Para aquel viaje no eran necesaria tantas alforjas? Probablemente no, pero qué habría sido de un jovenzuelo de Leganés sin aquellos períodos de inmisericorde reflexión sobre el acto de crear: vanidad e idolatría, les aseguro.
Entonces me topo con el segundo poemario de Francisco Layna Ranz, Espíritu, hueso animal, publicado por AErea, sello de la editorial chilena RIL, recientemente desembarcada en España. Uno, que está cansado de tanta lectura unidireccional, de tanto poema cuya capacidad de significación es menor que las posibilidades de mi Lega de ganar la Champions League, de tanto poeta cuyo bagaje cultural se resume en los diez o doce libros leídos de otros tantos autores del siglo XX y para quien la poesía como evocación, sugestión o ente creador de un lenguaje con el cual nombrar lo ignoto es tan desconocida como para mí las dulces aguas del Tanganica, uno, decía, agradece topar con un libro en el cual el riesgo es una opción vital y la riqueza de lenguaje una profesión de fe.
Layna Ranz reflexiona sobre la capacidad del lenguaje de dar forma a nuestro mundo, o sobre la (in)capacidad de hacer nuestro algo más allá de nuestra limitación expresiva. El hombre se enseñoreó de todas las cosas dándoles un nombre, nos dice el Génesis:
«Me pregunto qué sucedería si dejásemos de nombrar las cosas. / Seguramente todos muertos, como algunas lenguas»,
escribe Layna Ranz, y también:
«Si Dios creó el mundo nombrándolo, ¿no tendría en su inmensa capacidad verbal vocablos que no conocieron correspondencia con el mundo creado?», y es entonces cuando uno constata, como desde que el hombre es hombre, nuestra absoluta incertidumbre de seres minúsculos; aun así, existe esperanza:
«Estaremos solos, pero todavía habrá palabras», palabras con las que poder existir(nos):
«Debo nombrar hasta la insignificancia», porque solo en el decir adquirimos permanencia, y solo en la comunicación con el otro intuimos nuestra posibilidad de existencia, y quizá de salvación:
«¿Yo fui antes de que tú leyeras?»
El libro de Layna Ranz es un libro para dejarlo madurar. Mi primera lectura se adueñó de la infancia evocada por el yo poético («La sospecha es el final de cualquier edén»), del recuerdo invocado para redimir con ironía su aparente culpabilidad de niño, del postrero cara a cara con lo que ya no será, de su ansia de vida:
«Nunca se nos debería separar de la noción de esperanza».
Una segunda lectura, a modo de las capas que envuelven el poemario, capas de comlejidad, multiplicidad de significaciones, me llevan a la conversación que el yo poético mantiene con sus mayores, poetas, pintores, que se me figuran particulares Virgilios en el deambular del poeta por su reflexión estética.
¿Y qué más? Muchos versos subrayados, anotados para posibles citas. Eso es lo que busco. Motivación. Y en este libro la hallo. Y lo que es mejor, al final del mismo encontramos unos breves textos de Ángel Cerviño comentando, aclarando, re-creando, interpretando versos o poemas de Layna Ranz. Y en la última de estas «glosas furtivas», un guiño a Góngora. ¿Quén puede pedir más?
Así que yo sigo a lo mío: hojeo, releo, busco maneras y lugares que no percibí la primera vez. Y eso, en fin, es la poesía: la constatación de que, a pesar de que «ayer fue un día como otro cualquiera», cada mirada dibuja, siempre, un paisaje nuevo.
«Las oímos croar cuando el aburrimiento nos llegaba espeso desde todos los flancos. / Calor y arañazos en las piernas. Era divertido y también era nuevo. / Nosotros, niños de la ciudad, las arrojamos al abrevadero. / En pocos días el pilón estaba lleno de renacuajos. / Supimos de inmediato que aquello exigía un pacto de silencio, aunque muchos sospecharon. / Hace cincuenta años, y hoy debo decir que, con agrado, me declaro culpable. / Es una buena idea para un poema de Raymond Carver.»
«Si aún queda corazón sobre el que jurar, lo hago para declarar inocencias»