Quien escriba versos suele transitar por una realidad ya nombrada; quien escriba poesía, o eso crea, o intente, es una persona desamparada que no sabe por dónde va ni adónde, ni quién le empuja, ni qué busca, ni cómo encontrar la palabra adecuada para nombrar lo que permanece en el silencio, porque a veces no bastan las palabras conocidas sino que es precisa también la habilidad de organizarlas de modo que digan lo que nunca antes habían dicho”
Julia Uceda
Envolverse en el último poemario de Julia Uceda supone estar dispuesto a penetrar en el corazón de un bosque, con el pulso inquieto de quien sabe que es necesario extraviarse completamente para poder hallar un punto de inicio. El gesto contraído, el miedo a no explicarse las señales del camino como espacio interior de la angustia y al mismo tiempo del regocijo infantil de la aventura. Nos quedan los símbolos. Las miguitas de pan para tratar de dibujar el recorrido. En la punta de los dedos, en las uñas, podemos volcar al exterior la interioridad absurda. Arañar los árboles. Comunicar el esfuerzo sin otra intención que la de levantar acta del tiempo.
Tras el silencio que envuelve lo ya dicho, (…) no hay más remedio que mencionar lo que dicen que no existe (…): el tiempo. El tiempo como hueco, digo. O como las líneas de puntos luminosos y veloces de las autopistas: huecos vacíos, llenos, anudados, rotos, inexplicables.”
Como animales en busca de significado, emancipados del instante incontestable, alumbramos los signos. Y no sabemos si es luz o sombra lo que nos arrojan desde su textura inconmovible. No sabemos si hay más verdad en el silencio o en el grito. Si seremos capaces de deshabitar en algún punto la arbitrariedad del símbolo para descansar en la necesariedad de lo dialéctico e idéntico a sí mismo.
Buscan
palabras vivas, pero todas
están chupadas, babeadas,
opacas de humedad, de testamentos”
En círculos seguimos explorando las capas que conforman la experiencia de estar vivo. Creamos el terreno del absurdo y lo desenvolvemos. A la manera de un Sísifo que, a ratos alucinado y exhausto y otras veces divertido, encuentra su sentido en hacer y deshacer el camino.
Parece que hablas con los muertos, me dicen. No:
ellos ya nada tienen que decir, guardan sus secretos. Hablo,
para dar libertad a lo no dicho. Por eso,
los círculos se alejan hacia más luz, siempre hacia más luz de conocer. Hablo,
lo intento. Y el anillo se expande y se hace borroso
en su alianza con el fuego del sol (…)»
Levantamos las palabras desde el rumor indiferenciado de la sangre. Articulamos el punto desde el que poder soñarnos a nosotros mismos.
(…) desde el agua y la tierra, de la raíz y el barro
de temporales de una edad perdida
que creía innombrable. Más tarde
alguien le puso nombre: la creó. Y se oyó.
Ella nunca lo supo.»
Y el hecho de decirnos inaugura la absoluta perplejidad del tiempo. La imposibilidad de visitar lo que sabemos construido pero extraviado en los pliegues de una dimensión inaccesible. El poeta se rebela, busca, dinamita si es necesario las leyes que lo mantienen tan cerca y al mismo tiempo tan infinitamente lejos de sí mismo.
Gracias, Julia Uceda, por este manual imposible del reencuentro.
Mis secretos me muestran. Son mi único hogar.
Mi punto azul en el espacio. Me lleva de la mano
la música no oída,
reúne
los trozos esparcidos del viejo paraíso
que nunca pudimos ver, que no veremos nunca,
del que no escaparemos. Me lleva
al silencio de música: y allí, todos.”
Escritos en la corteza de los árboles, Julia Uceda, Fundación José Manuel Lara, Colección Vandalia.