En la foto Federico Ocaña, Gonzalo M. Barallobre, Javier Cristóbal y Antonio Huerga durante la presentación en la biblioteca Eugenio Trías en El Retiro.
Desgraciadamente, son ya demasiados los lugares comunes que hoy nos someten y que parecen ensalzar la debilidad como una virtud, una especie de blandura inespecífica, llena de (sólo aparente) buena voluntad e incapaz de soportar el más mínimo conflicto. Son, sin ningún género de dudas, los imbéciles tiempos del último hombre que ya anunciara Nietzsche (“su estirpe es indestructible, como el pulgón”)
- Soñar hasta ser descubiertos
El lenguaje es ahora una navaja de papel de aluminio, las relaciones personales son un mero intercambio mercantil y el más mínimo dolor nos parece indignante, injusto, insoportable.
- Cuando más de noche se hace no aparece un mapa de luz. Al contrario, todo lo que amas se rompe en cristales y debes, descalzo, atravesarlo
Es en este estado de podredumbre donde debe calibrarse la enorme importancia de un libro como «Enjambre» del filósofo-poeta (no sé si a él le gustará la denominación, pero me a mí me parece el más alto título revolucionario) Gonzalo Muñoz Barallobre. Es en esta estupidez contemporánea, plagada de estultos ofendidos y egoístas donde una invocación a la fuerza como la que contienen sus aforismos se convierte en una reivindicación inagotable y magnífica de la vida.
- Iluminar por todos los medios, incluso por el dolor
No se me confunda el lector despistado. No habla Barallobre de la fuerza que aplasta o somete con su maquinaria capitalista, sino de aquella otra que nos permite acompañar la imprescindible herida de estar vivos, quizá la única ocupación que nos es verdaderamente propia e imperativa como seres conscientes y arrojados al mundo.
- No debe ser la realidad el cadáver en la mesa del forense, sino el cuerpo de la amada que danza dentro de un día soleado envuelta en un vestido translúcido. El acercamiento debe ser erótico y no forense. No estamos ante una cuestión de índole poético sino civilizatorio.
Porque existir es herirse. Porque construirse con responsabilidad a uno mismo supone soportar el dolor de sentir demasiada ternura y asumir el cuidado de lo que habitamos y nos habita con la fiereza del hacedor de maravillas.
- No se me ocurre otra manera de vengarme del mundo de hoy que caminando sin rumbo por sus ciudades.
«Endureceos» era el mandato oracular de Nietzsche. Y no precisamente para apartarse de la vida en una suerte de ataraxia solipsista, sino muy al contrario, para desarrollarse y crecer en la difícil tarea de sostener tantísima abundancia. De pie, aludidos entonces por el dolor y la alegría, capaces de respirar por la herida abierta de la presencia, hombres y mujeres reclaman lo real frente a la realidad, golpean una y otra vez su corazón vivo contra la falsificación de la existencia en la que nos confinan los asustados y los resentidos. Hombres y mujeres que, en palabras de Hölderlin, se enfrentan a las tormentas de Dios con la cabeza descubierta. Poetas, en suma, como lo es Gonzalo Muñoz Barallobre en el despliegue de este enjambre de abejas furiosas como aforismos.
- No es el filósofo un educador, sino un contraeducador. No se trata de llenar las cabezas que están vacías –éstas no existen- sino más bien de cambiar creencias que son trampas de debilidad por ideas generadoras de fuerza.
- Hablar de más arrodilla.