La Tarántula, octubre de 2015
Querido A… «No se puede escribir sobre los amigos», afirma Wallace Stegner por boca de su alter ego Larry Morgan, el narrador de En lugar seguro. Stegner y/o Morgan afirman que no se puede escribir sobre los amigos y no se lo discutimos, nos convence de inmediato a pesar de que lo dice cuando lleva más de doscientas páginas maravillosas hablando de sus amigos, haciendo justo eso que supuestamente “no se puede” hacer.

Edición especial de «En lugar seguro» con motivo del décimo aniversario de Libros del Asteroide
Sabiendo como sabemos gracias a Mrs. Wikipedia, esa señora tan gorda y estupenda, que buena parte de los datos, circunstancias y materiales con los que ha sido confeccionado el personaje de Larry Morgan los tomó Wallace Stegner de su propia vida, podríamos cuestionarnos si esos vívidos amigos de los que aquí se escribe (tanto si se puede como si no) son trasuntos de personas “reales” o puros artificios literarios, es decir, si Stegner crea en su novela una verdad con materiales ficticios o si más bien lo que construye es una ficción con materiales extraídos de la vida, la suya. Cuestionarnos, dicho de otro modo, cuánto tiene En lugar seguro de novela y cuánto de biografía o autobiografía. Sí, esa vieja cuestión. Y no es tanto que podamos cuestionárnoslo como que nos resulta inevitable y morbosamente necesario averiguarlo, tan “reales” nos resultan los personajes, tan vivos e interesantes, tan admirables, tan… deseables… El propio Larry Morgan, novelista, establece su lacónico dictamen al respecto, haciendo a un lado a nuestra morbosa curiosidad con elegancia y buen criterio: «Novelas o biografías, no hay diferencia». Y también ahí nos convence al instante. O nos convencería si no fuese porque darle la razón nos obligaría a vaciar y reordenar unas cuantas baldas de nuestra biblioteca, y qué pereza. También compartiríamos este otro veredicto suyo: «Lo que ves en los libros no son personas, son artificios». Claro que sí, Larry, y tú que lo digas; claro que también en eso estaríamos de acuerdo si no fuese porque nos lo dices en la página 267, cuando ya las criaturas de este libro son tan reales como el cartero o el panadero que tan gentilmente nos reportan las facturas y el pan nuestros de cada día, esto es, cuando ya son palpitantes cuerpo y sangre (flesh and blood) y así se pasean por los escenarios que para ellos disponen Stegner y nuestra mente; nos lo dice cuando estaríamos dispuestos a defender con uñas y dientes su condición de personas “reales”, cuando llamarles artificios nos parece tan radicalmente inexacto, tan descaradamente insultante que incluso podríamos dirigirnos al autor reclamando una satisfacción. Pero el buen novelista tiene, por encima de cualquier otro, ese don, el de confundirlo todo. El novelista es un pulpo en una cacharrería, un niño irresponsable que coge cosas delicadas y las manipula y las deja por ahí, donde caigan. En eso consiste el oficio de novelar, en mezclar y revolver y confundir, tarea que con frecuencia roza la inmoralidad, o digamos más técnica y cuidadosamente que toda ficción plantea un dilema ético (no: toda ficción es un dilema ético) que muy probablemente su autor no será capaz de resolver, un no sé qué que quedará desvalido y mendicante en las manos del lector, el cual tampoco sabrá qué hacer con ello. El dilema, claro, no deriva tanto del hecho de que Wallace Stegner haya tomado materiales más que ostensibles de su propia vida para crear la de Larry Morgan, y de la mancha de verosimilitud y realismo que así se expande por todo el relato, como del infrecuente vigor de ese hálito de vida que este creador insufla a sus criaturas haciéndolas reales, haciéndolas personas, elevándolas muy alto sobre su condición de artificios. Y cuando ya nos seducen y conmueven, cuando ya sus vidas nos importan mucho más que las del cartero y el panadero, ¿vienes y nos dices que son artificios?

«Crossing to Safety» visto por Sarah en Edge of Evening
Publicada en 1987, En lugar seguro fue el último libro que Wallace Stegner dio a imprenta y yo he querido ver en este relato el compendio de la vida y la experiencia de un hombre, el balance y legado de un casi octogenario que ya se dispone a ir recogiendo sus cosas, dejándolo todo en orden para la partida definitiva. Y aunque acabo de descubrir a este “decano de los novelistas del Medio Oeste” y desconozco todo el resto de su producción, nada me costaría aceptar que ésta fuese su obra mayor: en lo técnico, un ejercicio a la vez delicado y enérgico de virtuosismo literario (y metaliterario); en lo estético, una prosa de una belleza serena y sostenida, confiada y segura de sí misma como un niño bien amado; y en lo ético, un relato construido con y en torno a los materiales que más y mejor pueden contribuir a la formación de un hombre, de una mujer: honestidad, esfuerzo, decencia, generosidad, rigor, firmeza, amabilidad… Todo el elenco de las más nobles virtudes que tanto se echan de menos en la vida y, mecachis, en la literatura.
Todo hombre carga con su cruz, toda mujer también, y los dos maderos cruzados que la forman son el amor y la muerte: ejes de abscisas y de ordenadas sobre los que vamos trazando la línea parabólica de nuestra vida, que es un fenómeno que parte de cero y se alza más o menos y retorna a cero. Si el amor es la fuerza que nos eleva, el vector de verticalidad y ascenso, la muerte es la fuerza gravitatoria y tenaz que puja por devolvernos a la línea horizontal, a la tierra sobre la que nos elevamos durante esta cortísima fiebre que es una vida. Amor y muerte son también, cuáles si no, los temas mayores y básicos de todo arte y de todo artista, y en la hora de resumir cuentas ésas son la cara y la cruz de las cuatro o cinco monedas a sumar.
Hijo del hombre y de una tradición, fifty-fifty, Wallace Stegner hace suya esta Ley y vertebra su obra final, acaso su obra mayor, en torno a la conjunción de estas dos fuerzas en una vida medio real o medio inventada, novela o biografía, quimera o hipogrifo, qué más nos da. Lo original en Stegner, como en todo gran artista, no es el qué, sino el cómo. Y el cómo de Stegner consiste en renunciar a cualquier énfasis o subrayado dramático y permitir que el amor y la muerte nos sean brindadas en sus formas más amables, más suaves y llevaderas, más… ¿humanas? Aquí el amor y la muerte son la amistad y la vejez, cara y cruz, cauce y caudal de la vida de ese tal Larry Morgan moldeado a imagen y semejanza de su creador.
¿Que de qué va el libro? Pero si te lo estoy diciendo, hombre. Está bien, está bien…

Un libro que sólo admite portadas hermosas. Aquí de la mano de Jacquiwine’s Journal
Los Morgan, Sally y Larry, son un matrimonio joven, culto y pobre; recién llegados a Madison, Wisconsin, en cuya universidad él va a impartir clases de literatura, conocen a los Lang, Charity y Sid, que son un matrimonio joven, culto y rico. Ellos dan clases, ellas están embarazadas; Dios o el autor los cría y ellos solos se juntan y todo el curso del relato es la narración de su amistad mientras van dejando de ser jóvenes y llegan los hijos, los años, la enfermedad y el final. La enfermedad, querido amigo, esa serpiente que se esconde entre la maleza del paraíso de la juventud. Los más afortunados quizá no se crucen con ella, quizá no sientan su mordedura, no demasiado pronto. Los menos, como Sally, la sufrirán antes de tiempo (pero de qué tiempo), y todos, es decir, quienes tengan la buena fortuna de seguir cumpliendo años, acabarán padeciendo la mordedura de su prima hermana, la vejez, cuyo veneno de acción lenta va haciendo su trabajo de desgaste y corrosión sin prisa y sin pausa, más o menos.
Un hombre, una mujer, puede hacer su particular viaje de la amistad a la vejez, del amor a la muerte, de muchas maneras, y la que propone y defiende Stegner, la que encarna en sus personajes, la que yo juraría que encarnó en su vida, es la que se dirige por un parámetro fundamental que yo llamaría decencia, juego limpio, honestidad. O como dicen Stegner y/o Morgan:
«[…] todos teníamos la esperanza de, en la medida en que nuestras capacidades nos lo permitieran, definir e ilustrar la vida digna de vivirse».
Noble objetivo de la juventud hacia el que se proyectan estos cuatro “artificios”, propulsados por la fuerza de la amistad. Hermoso objetivo que sólo se logra en una medida que no es la de los resultados, sino la crítica medida en que uno haya sido decente y honesto, y haya jugado limpio, sin trampear y sin pisar a nadie. Desde el mirador de 1972, contemplando hechos que acaecieron en los años treinta y cuarenta y cincuenta, Morgan juzga y resume:
«[…] por muy tonto e inmaduro y optimista que fuera y por mucho que me haya arrastrado durante los últimos kilómetros de esta maratón, no puedo acusarme, de verdad, de mala fe. Ni a Sally, ni a Sid, ni a Charity… a ninguno de los cuatro. Cometimos cantidad de errores, pero nunca engañamos a nadie para sacar ventajas ni pusimos zancadillas cuando no había jueces por los alrededores. Todos corrimos y jadeamos a lo largo del recorrido completo».
Voilà, la vida digna de vivirse, punto.

Wallace y Mary Stegner, por Leo Holub
La novela y la vida tienen tres partes, de extensión decreciente. La más larga y luminosa es la primera, el glorioso tiempo de la juventud y el impulso, al que aquí, En lugar seguro, pone fin la brusca irrupción de la enfermedad. La segunda, también en la novela y en la vida, quizá no sea tanto ese período de plenitud y madurez que nos dicen, como un pasaje de transición aturdida y amarilla, un intento de resituarse estirando lo anterior hasta donde se pueda, aunque ya vamos sintiendo eso que nos muerde los talones. Y la tercera es el final, en la vida y en todas partes: la senectud, la resistencia y la lucha finales, el adiós a ese «lugar donde, durante los mejores años de nuestras vidas, se cobijó la amistad y la felicidad estableció su cuartel general».
En lugar seguro termina y uno se siente tan triste, tan solo, tan hecho polvo que dan ganas de meterse en la cama y dormir hasta la primavera. Eso o empezar de nuevo el magnífico libro y que el final no sea el final sino un empezar otra vez, esto es, una y otra vez, jóvenes, luminosos, bellos, fuertes, lanzados como amorosos dardos a la vida enarbolando este lema: «Seamos imposibles de olvidar».
Y si nos olvidan que no sea porque no lo hemos dado todo en esta maratón.
Pero tenemos que ir acabando, es ley de vida… Hay que acabar y «No hay nada de literatura decente sobre cómo morir», afirma una Charity moribunda, la primera de los cuatro en caer. Pero nos lo dice en un pedazo de la mejor literatura, que es justamente eso: literatura decente sobre cómo morir, esto es, literatura decente sobre cómo vivir.
El esfuerzo, los hijos, la amistad, la pareja. La enfermedad, la vejez. El tiempo. Asuntos en los que se despliega el hermoso retablo humano que es esta historia inolvidable. Un hombre y una literatura a imitar. Y por si te parece poco, una bola extra, un asunto que a ti, artista, te interesará particularmente, lo sé bien: el resbaladizo o melindroso tema del arte y su relación con la vida. El modo en que el arte emerge de la vida y se eleva, y la sobrevuela y refleja, la intensifica y amplía y mejora. Eso o la imperdonable traición que es el arte cuando da la espalda a la vida. Todo tuyo, hermano, sumérgete y goza, crece.
Hasta noviembre, tu fiel
Alberto
P.D. Advierto que he citado poco, esta vez. Mal, Alberto, mal. Te dejo este caramelo en la boca, para compensar. De los que duran.
«Allí se sientan juntas en el sofá nuestras dos bien colmadas esposas, susurrándose intimidades, a dos meses de cumplir, sonrosadas con el calorcito del interior. Vuelvo de la cocina trayendo la botella de ron y la tetera para una nueva ronda de bebidas, y las veo allí y pienso que en esas dos mujeres laten cuatro corazones y eso me deja impresionado».