Por Rubén Romero Sánchez
En las aguas de octubre, de Marta López Vilar
Bartleby Editores, 2016, 71 páginas
Hay veces en que un libro es tan hermoso que ni siquiera puedes hablar o escribir sobre él. En ocasiones el comentario se basa en una estructura concreta, un decir personal y unas citas destacadas. Nunca será hijo del automatismo, pero tampoco lograremos extraer de él algo que nos sirva el resto de nuestra vida.
Pero un día abres un poemario y lees:
«quedarse frente al mar
mientras el tiempo enjuaga
delicadamente la tristeza,
hasta olvidarme»
y haces tuyos esos versos que de tan sencillos parece incomprensible que encierren en sí tanta verdad.
Marta López Vilar, cuya antología Tras(lúcidas) de poesía escrita por mujeres comentábamos aquí hace pocas fechas, ha escrito uno de los libros verdaderamente necesarios de lo que llevamos de año: En las aguas de octubre, bellísimo poemario que bebe de la tradición clásica para reflexionar sobre el yo, la soledad o el paso del tiempo a través del mito y una serie de autores antiguos y modernos que actúan como interlocutores a la vez que confesores del yo poético.
Dido y la reminiscencia purcelliana de una de las arias más conmovedoras de la historia de la ópera: «Cada día sé que tengo el mismo destino que esta tierra: / esparcirme en mil pedazos y no llegar a parte alguna», leemos mientras Ovidio añora en su exilio a sus seres queridos y lamenta el triste sino de los que serán olvidados: «Ni tan siquiera los ríos guardan memoria / de su curso».
Uno recuerda las Heroidas ovidianas y el sosegado transcurrir del día campestre de Virgilio o Hesíodo mientras lee cosas como: «Que nada detenga esta calma / -le pido a la vida-: / tierra limpia prometida a las aves».
No aparece Kavafis pero se le siente, como a Ítaca: «También de mí, / que soy regreso». La areté griega recorre cada poema: «Nada tocó esa pureza, solo el presente» y se interroga sobre el destino de los héroes, que son siempre y definitivamente humanos: Ulises, Filoctetes.
En las aguas de octubre es un libro hermosamente triste, hondo, necesitado de varias lecturas para asimilar toda su profundidad. La belleza romántica que se esconde en la desolación: «y no sabré quién soy / cuando anochezca».