El calor difícil de soportar al pisar el aeropuerto de Marsella, la lluvia cayendo con fuerza sobre la calle principal de Aix-en-Provence. Tardé algún día en reparar en los colores, en la belleza de los bosques de pinos que nunca acaban, en cruzarme con los campos de lavanda y entender que no andaban muy desencaminados los artistas que notaron algo muy distinto en los paisajes de La Provenza.
Hay un pueblecito más hacia el este, Cassis, en el que es inevitable desprenderse de esa leve tristeza veraniega que, supongo, de cuando en cuando a todos asalta. Allí las playas son calas en las que la arena es de piedra y el agua apenas se enturbia. En la toalla leí de la manera desprendida en que lo hacía de adolescente (nunca había leído a Rafael Chirbes), jugar a las palas con mi hermano me llevó de alguna manera a días lejanos y felices.
Además de la MP2 (la terminal 2 del aeropuerto), de Marsella sólo tuve tiempo de ver los alrededores de la catedral, el moderno MuCEM. A pesar del lavado de cara, es fácil notar lo que separa a la Capital Europea de la Cultura 2013 de su elegante vecina Aix-en-Provence. Abrirse hueco por las calles del casco histórico de Aix poco tiene que ver con darse una vuelta por el puerto marsellés: cafés, bistrós (bueno, restaurantes de cualquier tipo en los que la hora no importa); en el trayecto desde la calle Mirabeau hasta el ayuntamiento van apareciendo boutiques (no sólo de multinacionales o de souvenires provenzales) y edificios singulares que pasan casi inadvertidos camuflados en el conjunto.
Tuve tiempo en mi visita al sur de Francia de escaparme un par de veces de La Provenza, de ver a Neil Young & Crazy Horse en el teatro romano de Vienne, y de repetir en Nîmes, esta vez en un coliseo y con Patti Smith como telonera. Mi viaje a esta región mediterránea (poco de la altivez que a menudo se asocia a los franceses, bastante del buen gusto que, en ocasiones, se les reconoce) tendrá siempre como banda sonora la forma tan particular que tiene Neil Young de entender la música. Me gusta mucho una canción del último disco, “Ramada Inn”, en la que Young cuenta la historia de un matrimonio en el que (ella apenas lo reconoce, él se sirve otro doble y le dice que ya basta) sigue habiendo amor (hacen lo que tienen que hacer, lo que necesitan hacer). Hay un pasaje en que recuerdan cuando fueron a California a visitar a unos amigos de los tiempos en San José, la felicidad aparece como parar en un motel de carretera, la comida del restaurante y una botella sobre la mesa. Estoy seguro de que no voy a olvidar los paisajes, el encanto de dos ciudades rivales, la Costa Azul y la experiencia de los conciertos en recintos milenarios. Ni los momentos, como el que recoge aquella foto que nos hicimos volviendo de Vienne a las tantas de la madrugada, compartiendo unos sándwiches y unas coca-colas en el capó del coche, mientras sonaba “Ramada Inn”.