Llamar la atención se ha puesto muy difícil. Los niñatos que salen en los programas basura de la tele no quieren otra cosa. Llamar la atención no por algo que hacen, o producen, sino porque sí. Es la rueda imbécil, estás porque se habla de ti y se habla de ti porque estás, pero, si no estás y no eres guapo, según el canon actual, y desvergonzado, y quieres entrar a que te pongan a girar en la noria por tu actividad, como no sabes hacer nada de provecho, inventar un motor, una vacuna contra el cáncer, necesitas hacer algo muy gordo. Se me ocurren algunas ideas: envenenar a tus hijos o que te los violen y descuarticen; apuñalar a la mujer y tirarte por un viaducto. En ese campo las posibilidades tienden a infinito: consigues tres o cuatro minutos en un telediario.
A sus 64 años, Rafael Chirbes describe la existencia como un marjal, un terreno pantanoso y salvaje que desprende un olor nauseabundo, la misma fetidez que emana de las cosas, los objetos, incluso los cuerpos que, a lo largo de los años se han ido sumergiendo hasta el fondo del alma del protagonista de su relato. La historia que tan magníficamente nos narra, En la orilla, es tan desoladora cómo este paisaje: un hombre, dueño de un taller de carpintería heredado de su padre, se enfrenta al desahucio, al embargo y a la ruina después de toda una vida dedicada al negocio familiar y cuando creía haber logrado forjarse una vejez desahogada. Podría ser una víctima más de la situación económica del país pero tal como nos cuenta en primera persona, también se siente responsable de una trayectoria vital sin ambición, sin empuje, vagamente cómoda y escasa, muy escasamente, feliz.
Esteban rememora su infancia y juventud en el hogar paterno donde tras una corta escapada de juventud volvió para vivir una historia de amor truncada, y donde ha permanecido hasta el presente de la narración, un tiempo en que su vida se reduce a pasar las mañanas pescando o cazando en el marjal, las tardes en el bar jugando a las cartas o al dominó, alguna visita esporádica a los clubes de carretera y el diario y constante cuidado de su padre de 90 años, inválido y mudo voluntario, apenas un vegetal al que hay que cuidar y vigilar constantemente. La alegre locuacidad y constante presencia de Liliana, su empleada colombiana; la compañía del moro Ahmed y de Alvaro, Jorge y Joaquín, sus empleados del taller y las falsas confidencias de Francisco, su amigo de juventud, componen el paisaje humano que le rodea y que aún despierta en él ciertos sentimientos: de ternura por Liliana, de culpa frente a unos empleados que ha de despedir sin dinero para indemnizaciones y de ira, frustración o venganza hacia el amigo que le arrebató a la única mujer que ha amado pero, sobre todo, de rabia hacia su padre, un déspota que hasta su último momento de lucidez ha sido el dueño de su vida.
En la orilla del marjal, Esteban vislumbra todas las oportunidades perdidas debido a su falta de fuerza, una falta de carácter que siempre ha logrado ahogar en la rutina, en la costumbre de vivir, pero que la cercanía del final saca a la superficie.
“En Misent, sin ir más lejos, hay urbanizaciones junto a la playa que se llaman La Laguna, las Balsas, Saladar o El Marjal… Los nombres de los lugares guardan la memoria de lo que fueron. Barrizales. Charcas. Fangales. Balsas para la explotación de sal. Mi padre ha sentido especial desprecio por la gente que compra chalets y apartamentos en esos terrenos ganados al pantano. En realidad, ha despreciado a cuantos han llegado a la costa atraídos por la llamada del mar. Golfos Aventureros. Especuladores. La costa es un sitio pernicioso, decía. El mar trae o atrae la basura, aquí se instala lo peor. Desde siempre: charlatanes, trileros, matones.”
Carlos, el director de la Caja de ahorros en quiebra, ha llegado hace un rato y mira –sentado en segundo plano- la partida. Sonríe permanentemente como si se divirtiera con cada frase que soltamos. Si la pieza que interpretamos casa tarde fuera un auto sacramental, él sería el representante de la bonhomía, de la equidad: honesto ejecutivo de una caja de ahorros. Tesón, claridad, servicio público. Servidor de los ciudadanos más desatendidos. ¿No fue ése el origen de las cajas de ahorros?
“Todos sabemos que el mundo se divide entre lo que yo soy y lo que es los demás. La gran grieta existencial. La historia entera de la filosofía gira sobre este tema, y es algo que damos por supuesto desde que empezamos a adquirir nuestras primeras percepciones. Forma parte del imprescindible equipaje para la vida…”
Trascribo estos párrafos porque no soy capaz de sintetizar la admirable prosa de Chirbes que llena páginas y páginas de hermosísimas descripciones del paisaje físico y humano de una pequeña localidad entre la costa y el marjal valenciano; ni de los duros, lúcidos y crueles retratos de los que la habitan, o de la historia de las mezquindades, egoísmos y traiciones que sucedieron desde la Guerra Civil hasta nuestros días. Chirbes nos presenta una amarga visión de la existencia en la que es imposible no sumergirse desde la primera hasta la última página pero he de advertir que leer este libro requiere valor, el mismo valor necesario para adentrarse en el sentido de la vida.
RAFAEL CHIRBES, es autor de El novelista perplejo, El viajero sedentario, Mediterráneos, Por cuenta propia y de nueve novelas, entre las que destacan La buena letra y Los disparos del cazador que le han acreditado como uno de los mejores autores de la narrativa española contemporánea, pero fue con su obra Crematorio, Premio Nacional de la Crítica, con la que alcanzó la popularidad gracias a la magnífica adaptación para la serie de televisión del mismo título protagonizada por Pepe Sancho en la mejor interpretación de su vida.
EN LA ORILLA, de Rafael Chirbes, Anagrama 2013
No nos quedemos en la orilla, o en la puerta o la ventana observando lo que puede pasar, entremos con fuerza y animos.