Paul Verhoeven es una rara avis dentro de los directores de este siglo XXI. El holandés es demasiado personal e indomable para ese Hollywood del segundo milenio poblado de artesanos demasiado dóciles y dispuestos a seguir las modas. Por otro lado, el rechazo del cineasta a todo lo que huela a buen gusto burgués le aleja de un grupo de realizadores con etiqueta de autores que parecen vivir por y para ser elogiados en los festivales y muestras de todo tipo.
Esa actitud de outsider quizá explique que Verhoeven que no se prodigue demasiado en la gran pantalla. En la última década solamente la estupenda El libro negro, un incómodo thriller sobre la ocupación alemana en Holanda, y un fallido experimento titulado Steekspeel (Tricked), producido para la televisión, han visto la luz. No obstante, Elle, su regreso al séptimo arte, supone un nuevo hito en la carrera del responsable de Robocop y la primera versión de Desafío total .
Fiel a sí mismo, el holandés vuelve a tratar dos de sus temas preferidos, la violencia y el sexo. Lo hace, como es habitual, para mostrar los aspectos más oscuros e íntimos de sus personajes, no precisamente ejemplos de moralidad. Al igual que en Instinto básico, la protagonista es una hembra manipuladora con un pasado y un presente bastante turbio. El autor de Delicias turcas deja constancia de su deseo de incomodar al espectador desde un principio: la película comienza con la imagen de un gato asistiendo a la violación del rol principal. Ese momento está mostrado de manera descarnada y nada voyerista, pero sin aplicar paños calientes. Por otra parte, la reacción de la víctima después de tan terrible suceso provocará una cierta desazón entre los espectadores de mente más biempensante.
Esa sensación de incomodidad, mezclada convenientemente con dosis de humor negro y ácido, se repite a lo largo de toda la película. Verhoeven, con la ayuda del guion que David Birke ha escrito tomando como base una novela de Philippe Djian, nos presenta a una particular heroína que es, a la vez, víctima y villana. Isabelle Huppert, la actriz encargada de dar vida a tan curiosa mujer, sabe imprimirle a su papel una apariencia gélida y distante que contrasta con un mundo interior bastante atormentado. En muchos aspectos, parece como si la intérprete francesa realizara una versión de su trabajo en La pianista, aunque aportando en esta ocasión unas acertadas cantidades de comicidad y mala leche respecto al filme de Michael Haneke.
Sin embargo, Elle no es solamente un perturbador retrato de la siniestra propietaria de una empresa de videojuegos que vive su particular crisis después de un suceso violento, sino que también se revela como una irónica disección de una familia burguesa, mucho más disfuncional que perfecta, y una crítica a unos medios de comunicación que no dudan en refrescar hechos del pasado con el único interés de alimentar sus contenidos de carnaza sensacionalista. A todo ello hay que añadir ese toque casi blasfemo con el que Verhoeven suele salpicar sus obras. No resulta casual que las figuras de un belén, símbolo de los valores de la familia cristiana, se encuentren frente a la residencia de la matriarca de un clan donde reinan la lujuria, el resentimiento, la mala fe y la falsedad.
El holandés dirige con su habitual elegancia un filme que, a pesar de sus elementos de thriller, triunfa principalmente en el terreno de la comedia negra. Quizá haya que reprocharle que desaproveche en cierta manera sus elementos de suspense o que se alargue un tanto, aunque sean pequeños defectos que no empañan demasiado el que quizá sea uno de los mejores largometrajes estrenados en 2016.