Cuando me llevabas a buscar níscalos en la tierra húmeda y fértil después de varios días sin dejar de llover y te calzabas esas botas altas de agua y a mí me ponías las viejas que tanto me gustaban porque imaginaba que habían recorrido el mundo alrededor de tus pies.
Las mismas botas que yo utilizaba con mi hijo siempre que se acercaba el otoño y las tormentas se repetían incansables sobre Madrid y se iba la luz durante varias horas y había que buscar las velas deprisa y corriendo.
Las botas que ahora he traído a París en compañía de Alma para saltar sobre cada charco que nos encontramos por la rue de la Huchette o el Boulevard de Sebastopol en busca de la Maga y Horacio, o tal vez de Paolo y Francesca, esas botas que observaron con tanto interés los policías en el aeropuerto de Barajas por si escondían algún tipo de droga o explosivo, como si la vida de los otros pudiera concentrarse en cada uno de esos pasos que solo pretenden abarcar el recuerdo de tu mirada.
Ahora empieza a llover y yo busco las botas en la habitación llena de polvo, y solo encuentro ese libro que llevabas contigo a todas partes, aunque nunca lo abrieras.