El inspector de policía bajó un momento la ventanilla, “El sur es cruel”, pensó. Miró hacia arriba, hacia un cielo árido, sin nubes que amortiguaran el intenso calor. Dejaba atrás las últimas casas del pueblo, los vecinos, apostados en las puertas, murmuraban al paso del coche patrulla.
Hacía un año que lo habían trasladado desde la capital y en todo ese tiempo no había podido ganarse a aquellas gentes. Lo despreciaban. ¿Qué podía saber un señorito de ciudad sobre tierras y lindes, sobre viejas normas no escritas que no deben violarse?
Detuvo el coche y caminó con dificultad los últimos metros. Su ayudante lo esperaba:
— Señor, se trata de la hija del alcalde.
La joven yacía con el cráneo aplastado por una roca, su sangre la había abandonado y ahora daba de beber a los secos terrones. El inspector trago saliva, “¡Joder! La han matado como a un alacrán”.
Pero la víctima no llevaba veneno dentro. El veneno estaba fuera, en el aire ardiente que lijaba los rostros, en aquellos seres consumidos; en aquella tierra estéril donde sólo germinaba la ira.