Así pues, querido nadie, el Ruletista existió. También la ruleta existió. No has oído hablar de ella pero, dime, ¿qué has oído sobre Agartha? Yo viví la época inverosímil de la ruleta, vi cómo se derrumbaban y cómo se amasaban fortunas a la luz feroz de la pólvora. También yo aullé en aquellos sótanos pequeños y lloré de alegría cuando sacaban a un hombre con los sesos reventados. Conocí a grandes magnates de la ruleta, a industriales, a terratenientes, a banqueros que apostaban sumas muchas veces exorbitantes.
Mircea Cărtărescu traza en esta novela con sórdida maestría los bajos fondos de la muerte. Allí, el patrón, los accionistas y El ruletista, juegan a matarse o a no matarse. Bueno, maticemos: quién realmente juega a estar vivo o muerto en cuestión de un microsegundo es un pobre diablo como es El ruletista. Todo se comprueba, que haya cartuchos, que el tambor esté bien engrasado y que se instale el miedo, asegurándose que todo el mundo lo vea y se sepa. Si existen los artistas de la vida, como Matisse o Tiziano, en este libro existe el artista de la muerte, el que malvive esperando que el disparador solo haga clic. El libro inicia el juego con una bala, pero el autor se cansa de bobadas sin especial peligro y piensa que mejor dos balas que una. En consecuencia, se gana más dinero, se bebe mejor vino y aparecen damas de alta alcurnia, saxofonistas y trompetistas.
Pronto anunció una ruleta con cuatro cartuchos clavados en los alvéolos del tambor y más adelante, con cinco.
Mujeres vestidas de noche se dejaban guiar hasta las mesas y desde allí contemplaban con curiosidad el escenario, donde por el momento actuaba una orquesta de la que sobresalían, por todas partes, los embrujos dorados de las trompetas, los cuellos curvos de los saxofones y los tallos graciosos, en continuo movimiento, de los trombones.
Al Ruletista (y a este en concreto) siempre le toca la lotería, y además tiene bien aprendidas las nociones básicas de matemáticas de primaria.
Pero en cualquier caso, El Ruletista no es una historia de escuela de primaria, ni de lectura rápida. Es un libro feroz, cruel, implacable, de una lectura pausada y premiosa. Requiere parar, respirar, asimilar y regresar para seguir avanzando. Suele ocurrir cuando un novelista brillante se plantea escribir un relato de 64 páginas en el cual no puede fallarnos, y nos lo narra de forma deliciosa, delirante y trágica. Y qué gran motivo la infelicidad del mundo en una práctica tan deleznable como la ruleta rusa para atrapar a los lectores. A partir de ahí, delirio, tragedia, tabernas de mala muerte, y una parábola política: el desprecio de los tramposos y los corruptos. Esa gente veleidosa y malvada que utiliza al desgraciado de turno para su propio placer, sin importarle nada su vida, solo el beneficio económico, como si fuesen los Nicolae Cărtărescu de la vida, inmunes ante la rabia del pueblo. El pobre diablo que se expone a la ruleta sintetizaría la metáfora del paria intentando abrirse camino por cochambroso que este fuese.
Todo se va hilvanando. Esa es una obviedad en la que se mueve el relato, y es esta la forma en la que Cărtărescu nos coloca elementos extrañísimos en nuestras vidas comunes, donde reconocemos su maestría en el trazo corto, el revólver, las balas, la muerte, el dinero, donde el lector, que no tiene el por qué saberlo todo, asiste a un pequeño pedazo de la historia del mundo. Y del azar.
El resultado es un libro a medio camino entre una novela epistolar de Fiódor Dostoyevski y unos cuantos cuentos delirantes de Jorge Luis Borges o Bioy Casares sobre literatura imaginaria, escrito en una cripta a la luz de una vela con un notorio sentido del drama y un marcado sentido de la existencia, en concreto, de la existencia pobre.