Habían quedado en aquel café para romper su relación después de cinco años, aunque ninguno había confesado al otro su decisión. La casa que compartían se les caía encima y preferían hablar en otro lugar.
Ella llegó puntual, buscó un lugar apartado, se sentó, abrió el bolso, sacó un libro y se puso a leer sin molestarse en pedir nada. Él se retrasó unos minutos; tras observar que ella no se encontraba en la barra, empujó la puerta de cristal y se dirigió hacia el fondo sin sacarse las manos de los bolsillos. Se sentó a su lado después de esbozar una sonrisa y quitarse el abrigo, la besó en la mejilla y llamó al camarero con un gesto. Mientras les servían los cafés, permanecieron en silencio. Ella seguía con el libro en la mano, pero no lo miraba, en realidad no miraba a ninguna parte. Él había fijado la vista en la mesa de al lado, pero tampoco veía nada, ni siquiera a los dos jóvenes que jugaban al ajedrez. Dieron vueltas al café y situaron la cucharilla en su sitio sin hacer ruido, como ocurría cada mañana en casa, incluso a la hora de comer o cenar. Tampoco hacían ruido en la cama, ni siquiera al discutir sobre el trabajo o sus padres. Hacía mucho tiempo que el ruido había desaparecido de sus vidas.
De pronto se vieron obligados a levantar la vista. Dos encapuchados apuntaban a los clientes con sus pistolas y los amenazaban entre gritos. Uno de los atracadores disparó al aire y el otro empezó a insultar a un anciano que no quería darle la cartera. Él se levantó y se abalanzó contra el que había disparado. Pudo reducirle gracias a su mayor corpulencia, pero el otro le apuntó a la cabeza y le preguntó si se había vuelto loco. Sólo tuvo tiempo de girarse y sonreír al atracador, antes de que este le dividiera la cabeza en dos de un disparo.
Ella corrió hacia él.
Sabía que lo amaba más que nunca.
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