Por Nacho Cabana.
¿Hasta qué punto es lícito montar una y otra vez las obras incuestionables del teatro universal para asegurarse el favor del público y de la crítica? ¿Hasta qué punto el público que acude una y otra vez a ver, por ejemplo, Romeo y Julieta se considera a sí mismo distinguido por hacerlo y superior al que paga por ver una comedia de bulevar? ¿Hasta qué punto ambas audiencias son, en el fondo idénticas ya que sólo buscan que el escenario reafirme sus convicciones intelectuales o, simplemente, les entretenga?
Dicho de otra manera, si enfrentamos a estos dos tipos de espectadores (el popular y el exquisito) a una representación que, en lugar de desarrollarse al aire libre de las convicciones y mentiras, se desarrollara bajo la arena del mismo teatro en el que se sientan con sus mejores galas o ni eso… ¿Qué ocurriría? ¿Qué ocurriría si el drama comienza con Julieta saliendo de su fosa y enfrentándose al director y a los que llevan siglos enterrándola cuando llega el momento de regresar a casa?
De todo eso habla Lorca en El Público y todo eso lo lleva Rigola a escena en un montaje espectacular que se puede ver desde el 17 de diciembre al 3 de enero en el TNC de Barcelona (se estrenó en La Abadía madrileña el pasado octubre). Una propuesta que abre por completo el enorme escenario del recinto y lo llena de arena, decadentes lámparas de araña y tiras plateadas que cuelgan del techo ya desde el mismo hall. Una puesta en escena que convierte a los caballos lorquianos en personas desnudas para destacar la dualidad de su significado: son tanto las pulsiones artísticas reprimidas por El Director para montar un espectáculo que contente a las mentes bien pensantes como las homosexuales que asaltaron a Lorca durante toda su vida y obra. Aunque no es la priorizada ahora por Rigola, El Público también se puede entender atendiendo la tormenta amorosa y sexual que el autor sufría entre 1929 y 1930 cuando abandonó España con destino a Nueva York primero y a Cuba después. Visto y escuchado en esa clave de libertad sexual, los espectadores se convierten en la sociedad que condena, persigue y prohíbe lo que no conoce con tal de no despertar su conciencia. Es decir, opera igual que con las expresiones artísticas que no están destinadas a reforzar sus creencias.
El espacio escénico de Max Glaenzel es apabullante así como las máscaras de Ricardo Vergne. En el reparto brilla Irene Escolar (mejor, cuanto más poético es su verso) mientras que el resto del elenco (Pep Tosar, Juan Codina) son piezas eficaces en la totalidad propuesta por Rigola. Un director que cerró la temporada pasada del Nacional con una adaptación de Incierta Gloria de Joan Sales que dejó al personal con una cierta sensación de desencanto que este El Público (conjuntamente con la reposición de Marits i Mullers de Woody Allen en La Villaroel) está borrando por completo.
A la entrada de la sala Gran hay una pequeña exposición de fotografías y documentos relativas a la obra y su autor. Entre ellos, unas misivas de Dalí y Buñuel al amigo y compañero criticando con saña El Público y casi insultándole. Era parte del juego de la época, las críticas a menudo tenían como objetivo despertar la conciencia del artista en forma de autoexigencia para que no se cayera en la misma complacencia que deleznaba. Algo hoy impensable en este mundo de redes sociales donde linchamientos irracionales y felaciones colectivas parecen ser las únicas opciones posibles. Un ecosistema virtual entregado al miedo al “que dirán” en el que opinar negativamente sobre la creación de alguien o sobre algún aspecto de ésta es poco menos que condenarse a ser borrado del círculo profesional que quizás brinde al artista la oportunidad de encontrar a su público.
A partir del 25 de noviembre de 2016 en el Teatro de La Abadía –Madrid- más información sobre fechas y horarios aquí