Josep María Pou es “El padre” en Barcelona.
Por NACHO CABANA.
Hasta el estreno de la obra de teatro de Florian Zeller titulada El padre en 2012 y su posterior adaptación cinematográfica a cargo del mismo autor, las enfermedades mentales en general y el alzheimer en particular han sido tratadas narrativamente desde el punto de vista de la persona o personas no afectadas. El enfermo, en su mundo y nosotros viéndolo desde el nuestro.
Pasa lo mismo con las adaptaciones audiovisuales de El Quijote. La mayor parte del tiempo estamos en la realidad de Sancho y solo puntualmente en la mente de Alonso Quijano.
El gran acierto de Zeller en El padre es estructurar toda la obra desde el entendimiento enfermo del protagonista. Ver lo que él ve, confundirnos de personajes secundarios con él, percibir los tiempos como se mezclan en su cabeza… Así era en la película con la que Anthony Hopkins ganó el Óscar en 2021 y lo es en esta versión en catalán que ha hecho Joan Sellen y que se puede ver hasta el 26 de febrero en el Teatre Romea de Barcelona.
Una apuesta dramatúrgica que hace caer en la práctica su demostrada funcionalidad teórica en los hombros del actor que encarna a Andreu, el protagonista. Un Josep María Pou que, digámoslo ya, en una interpretación que nada tiene que envidiar a la del protagonista de El silencio de los corderos en la película que le hizo ganar a este el Óscar.
El gran acierto del actor (y su director) es no encarnar al anciano enfermo de Alzheimer como alguien que sabe que lo está, no “salir” en ningún momento de su punto de vista, no mostrar distanciamiento respecto a su manera de percibir la realidad; llevando de esta manera el actor hasta sus últimas consecuencias el planteamiento dramático de Zeller.
Pou, como es habitual, borra por completo al resto del reparto. Por muy ajustadas que estén las interpretaciones de Rosa Renom, Victória Pagés, Josep Julien, Pep Ola y Mireia Illamola, estas solo existen para que el protagonista de la serie Policías en el corazón de la calle despliegue su arsenal de recursos interpretativos sin que apenas se note y sin caer jamás en el histrionismo, la sobreactuación o, lo que sería muy tentador en un personaje de estas características, la conmiseración.
La puesta en escena de Josep María Mestres y la escenografía de Paco Azorín , por el contrario, no acaban de acertar, en lo que les toca, a reflejar la confusión de espacios que hay en la mente del protagonista. Los paneles deslizantes pero iguales unos a otros y las sillas no transmiten al espectador la impresión de confusión espacial que sí existe temporalmente.
Una función altamente emocional, con un final que usa la regresión del protagonista a su infancia en una suerte de espejo hospitalario de «La piedad» donde el final del camino vital no es sino un laberinto.
Como pueden deducir, no es El pare una obra cómica que busque risitas en los espectadores quienes, sin embargo y en la función a la que este cronista tuvo el privilegio de asistir, no pararon, en buen número, de reírse de los despistes del protagonista incapaces de entender mínimamente lo que estaban viendo.
El alzheimer, qué risa.
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