A los pocos minutos empecé a escuchar un órgano.
Levanté la vista del ordenador y miré hacia la iglesia. Como no estaba inspirado, decidí prestar atención a la música. Me pareció algo de Bruckner o Poulenc, casi neoclásico, que se empeñaba en evocar el pasado como si el mundo se hubiera congelado en un instante de perfección. Una mujer gritó. El organista había muerto mientras tocaba, dijo más calmada. En seguida apareció una ambulancia. Tras el consiguiente revuelo, volvió la calma a aquella terraza, pero ya no pude concentrarme en el cuento que estaba escribiendo. En cierto momento la música volvió a sonar. Cerré el ordenador y pagué la cuenta. Me dirigí hacia la iglesia vacía.
Subí la estrecha escalera en dirección al coro. El órgano interpretaba la misma melodía, pero no lo tocaba nadie.
Cuando las fronteras en un relato están borrosas y nuestro discurrir no lo podemos dominar del todo nuestro yo se sumerge en un túnel hasta acabar en una fuente de inspiración como misterio – tal y como diría Octavio Paz en “El Arco y la lira”, bien como misterio o contradicción del mundo para dar lugar a la creación. El instante de la creación del escritor, esa penumbra donde el ser ejerce su libertad ante el papel en blanco, se reencarna en la historia y en los hombres e induce en las realidades visible e invisible a través del arte, la estética, la perfección, la música. Ese tipo de realidades las traspasa Sotelo en el cuento por una especie de filigrana musical y artística que denota en sus palabras una delicada sensibilidad.
Un discurrir del tiempo, la “cuarta dimensión”, el cronotopo del que hablaba Batjín anuncia las diferentes conexiones espacio temporales que se perciben en el relato. Un viaje a otra realidad, sin final donde los saltos del tiempo de la narración hacen de este relato un hecho ficcional e inverosímil donde Justo Sotelo se vale de símbolos y metáforas para describir el concepto de la inmortalidad y del Eterno Retorno donde se percibe un relato circular, similar a los de Borges.
Existe una conexión por medio de pasadizos textuales similar a los pasadizos de Cortázar en los que, en un momento dado el hombre deja de ser él mismo y traspasa unos vasos incomunicantes, es decir, en este relato el ser humano deja de ser un individuo vivo y por tanto, el yo del organista a pesar de fallecer en el coro de una iglesia, deja sonando la música neoclásica que embebía en asombro y admiración a nuestro personaje mientras curiosamente escribía un cuento. El discurso narrativo en primera persona trascurre de la misma forma que los relatos de Cortázar en donde el realismo fantástico y mágico se da por excelencia. Las realidades se intercambian, un juego de los espejos donde se reflejan sus mentes y espíritus, de la vida y la muerte, donde aparecen y desaparecen, dejando el Alma en escena. Tal vez, un salto en el tiempo hacia el futuro o prolepsis recordando en la mente del escritor, el pasado.
Un diez al relato y un aplauso al autor por hacernos disfrutar otro viernes más de su maestría en el lenguaje repleto de metáforas, símbolos e imágenes. Un abrazo grande Justo!
Paz, Bajtín, Cortázar…, apoteósico, amiga Almudena. Un abrazo.
Otro fantasma anda en el aire y viene a contarnos sus historias… Suele suceder…