El juego sigue sin mí toca el duro hueso de la adolescencia. Con un horizonte de trascendencia, confusión, amor y aprendizaje, y otra panorámica de hijoputez, torpeza, malicia y sádico voyerismo de móvil. Primeras chavalas, canciones, vendettas y cervezas. Y esa aproximación del universo llegando con factura, con amores destinados al fracaso, y cierta apariencia perversa de contradicción y falta de respeto. Ser adolescente aparte de muchas cosas bonitas, es una puta mierda. Incipiente mostacho y voz metálica, oh, gran horror.
El suicidio es metafísica, horrible belleza, la hostia en las motivaciones de la literatura. Se escribe sobre el bello arte del suicida, y se escribe desde cierta ignorancia, porque uno escribe con las constantes vitales activas, si bien es frecuencia retórica cuando uno no se ha arrojado a las vías, la maniobra del aprendizaje, la cultura, la sabiduría ( tan explícito el manido: hay que vivir, hay que quererse, coño). Quicir, cuando uno novela sobre lo que no conoce, sale el decorado, la luz, la enseñanza. Es muy agradable, literariamente, que Casariego no diga flagrantemente que no nos matemos y no caiga en la banal autoayuda.
Es extraño, pero cuando él hablaba de la muerte, del suicidio, de tomar un billete de tren, normalmente no me deprimía ni, desde luego, me incitaba a seguir aquel camino. No me hundía en la miseria ni me hacía pensar que todo era un desastre. Ni tocando asuntos así resultaba deprimente, sino por el contrario, estimulante. Lo cual constituía una de sus mayores virtudes.
La vida es una trampa mortal, se mire como se mire. Suicidarse no es más que salir antes que los demás. Un atajo. Y desde luego, hablando de atajos, los suicidas no son un hatajo de cobardes, como algunos simples pretenden. Eso lo tengo claro.
- Cesare Pavese, que se suicidó en hotel de Turín, escribió: <<Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada>>
La novela de Martín Casariego obviamente no viene a cambiar la historia de la literatura, no es redentora, ni salvadora de nuestra inopia, ni culmen, ni hostias, pero se lee con cierto enganche debido a su bonhomía estilística y la gran relación de vecindad del libro con la realidad: amor, muerte, adolescencia, redes sociales, héroes, hijos de puta, la chica guapa del instituto, y la madre. Se cuentan las cosas con destreza y una gran pericia de entretener al lector medio españolito de vagón de metro, a veces con ciertas tinieblas teatrales o de peli de Antena 3 a las cuatro menos veinte, de niñatos hablando del suicidio y el medio ambiente, pero la inteligencia del autor provoca la regeneración y el libro fluye como el agua de Bruce Lee. La historia es digna de llevar la categoría de novela, y la medición de páginas (213) es bastante acorde a sus tripas, teniendo en cuenta que a veces un señor de 90 años que se levanta a mear por las noches pueden ser 600 páginas y la crónica de una familia con tres locas del coño, dos bipolares, una madre neurótica y un abuelo transexual que colecciona posavasos se pude escribir en quince. Esta trayectoria la otorga el escritor, no el texto y sus pajas mentales. Gracias, Martín.
La novela (didáctica) va de que te vas a morir y de las chicas y las mujeres que quisimos.