Por NACHO CABANA
Chéjov escribió El jardín de los cerezos en 1904, un año antes de la revolución rusa que serviría de ensayo general a la de 1917. En ella, el autor de La gaviota ya adelantaba el final de una época en la que los aristócratas habían considerado el inmenso país euroasiático como su patio de recreo habitado y sostenido por los pobres a los que sometían para mantener su fiesta constante.
Se trata, por tanto, de una obra muy ligada a un espacio y tiempo concretos. Y, aunque admite, como clásico que es, lecturas actualizadas (la reacción de la anterior cúpula del PP antes cualquier suceso fuera de lo previsto como 15-M, por ejemplo), sus personajes y argumento están indisolublemente ligados al largo periodo de la Rusia prerrevolucionaria.

Lo que propone Ernesto Caballero en este polémico y no muy bien recibido por la crítica (no así por el público que ha llenado los teatros en los que se ha representado tanto en Madrid como en Barcelona) es abstraer el texto clásico del espacio y tiempo en que fueron contextualizados, no tanto para sustituirlos por otros actuales como por ubicarlos en una abstracción erigida más a partir de la construcción de cada personaje que de las circunstancias históricas que conforman dramáticamente a estos.
Dicho de otro modo, el texto se convierte en este jardín de los cerezos en el elemento cohesionador de una serie de hallazgos escenográficos, de vestuario, movimiento escénico y dirección de actores que en algunas ocasiones resaltan el conflicto central de la obra (la casa familiar devenida en casa de muñecas) mientras que en otras se revelan como simples ocurrencias (el interludio con el karaoke) con la única justificación de alejar el espectáculo de los cánones clásicos con que se suele representar a Chéjov.
Resulta, por supuesto, no solamente lícito sino muy saludable hacer todo lo anterior, convertir en teatralmente relevante lo que demasiadas veces es nada más que un elemento de “qualité” elegido para satisfacer a los gustos más anclados en modos de representación de cartón piedra.

EL problema reside, en mi opinión, en que Ernesto Caballero realiza varias veces un doble salto mortal. No hay problema en mezclar vestuario clásico (Trofimov ) con otro actual (Anya); ni en que los actores se saquen selfies con el móvil a la vez que hablan sobre el avance tecnológico que supone la llegada del ferrocarril. Pero sí en que (cuando ya cuesta creerse los nombres rusos pronunciados en castellano) Dunyasha, la criada de la familia rusa, sea cubana (y Karina Grantivá, la actriz que lo interpreta, lo subraye todo en demasía) y el personaje de Lopahim lo encarne un argentino (aunque Nelson Dante sea el mejor del elenco, sobrecogedor en el tramo final). La emigración latinoamericana a la Rusia de finales del XIX y principios del XX no creo que, de existir, desempeñara profesiones relevantes.

No obstante, la piedra angular del problema radica que los estilos de interpretación desplegados sobre el escenario por el amplio elenco varían sustancialmente de un actor a otro. Carmen Machi convierte a Lyubov Andreyevna en una nueva rica, una dama española de alta cuna y de baja cama a la que en ningún momento te crees como miembro arruinado de la aristocracia rusa. Algo parecido le ocurre a Secun de la Rosa como Gayev. Ambos le dan humanidad a sus personajes, los acercan al público convencional pero al precio de alejarlos del texto que declaman.

A su lado, Tamar Novas interpreta a Trofimov de manera mucho más clásica dotando de cuerpo a su eterno estudiante, pero convirtiéndose en un alienígena en medio de todos los demás. Miranda Gas como Varya e Isabel Madolell como Anya (especialmente esta segunda) optan por el naturalismo de serie televisiva; Chema Adeva se agarra al patetismo de su Pischik de principio a fin de la representación para no dar un paso en falso mientras que Paco Deniz como Yepihodov y Carmen Gutiérrez como Sharlotta están en otra obra, no se sabe bien en cuál.
Comentario aparte merece la elección de Isabel Dimas para interpretar al anciano criado Firs. La actriz hace un estupendo trabajo gestual y de voz aunque su elección parece obedecer más a la facilidad de trabajar con una mujer en sus cuarenta (y sorprender en los saludos finales) que con un actor realmente anciano.

La magnífica escenografía de Paco Azorín se pierde un poco en el enorme escenario del TNC (el tren eléctrico y la ya mencionada casa de muñecas) aunque, con más acierto que error, refuerza siempre el sentido de cada escena. Es brillante el momento en el que se mueven por primera vez las dos plataformas sobre las que ubica buena parte de la acción al tiempo que se vislumbra al fondo del escenario, el jardín de los cerezos y llueven las hojas. Lo mismo ocurre con las cajas que caen del techo en el momento de la mudanza final o las proyecciones gigantes de los elementos del mobiliario que tan queridos son para Gayev.
Muy bien el trabajo de la luz de Ion Anibal complementando lo anterior y altamente elogiable el movimiento escénico de todo el elenco por parte de Carlos Martos.

Un montaje, en definitiva interesante que quizás haga demasiado énfasis en el “la fiesta debe continuar aunque no se pueda pagar” que en las consecuencias que ello tiene para las relaciones entre los personajes que la viven.
Esta versión de Ernesto Caballero de El jardín de los cerezos deviene, eso sí, en el antídoto perfecto del musical Anastasia si uno ha acabado harto del canto de alabanza a la aristocracia que supone el exitoso musical del Coliseum madrileño.