Tuve un calendario de El jardín de las delicias, pero antes que cumpliera su función lo recorté para sacar, una a una, las escenas que más me atraían. Luego, fijé cada una de ellas en la pared que está frente a la mesa donde trabajo. El poder magnético de esta obra es ilimitado, y cuentan que el mismo Felipe II pidió, ante la preocupación de sus médicos y aquellos que le rodeaban, contemplarlo hasta el final en la agonía de su muerte. Su padre, Carlos V, prefirió un extraño Tiziano en el que se muestra a los vivos ya muertos y la corona imperial tirada en el suelo.
Más de una vez, me he sorprendido viajando por las teselas, algo tienen que me ayudan a pensar. De ellas, dos me llaman especialmente la atención, una, que era un cuervo borroso graznando, que fue literalmente devorado por una visita, y otra, que es de la que hoy escribo. Aunque en realidad, cada una de ellas tiene su momento, y me atrapan por fechas y ciclos personales. Diré, que pocas veces he jugado a intentar descifrar lo que El Bosco quiso decir, y la mayoría de las veces lo que he hecho y hago es dejarme llevar en un ejercicio de deriva. Hoy comparto uno de ellos.
La escena se encuentra en el panel de la derecha, aquel en el que el infierno queda representado, y en ella, un extraño animal, cuya piel parece la de una anfibio negro, abraza a una joven de cabellos dorados que está dormida y, por el volumen de su vientre, deducimos que embarazada. Los ojos de la criatura son dos esferas de luz, dos lunas que parecen, como escribió Lorca, haberle “comprado pinturas a la muerte”. Sus manos se abren en cuatro dedos que asemejan raíces. Una, rodea el pecho izquierdo de la mujer, y la otra parece escuchar la vida que crece en su interior. La pareja está situada bajo una tela de color carne cuyo fondo recuerda al de la sangre seca, y delante de ellos un ser con escafandra parece mirarlos, pero no le vemos el rostro. En cualquier caso, lo que interesa no es que mire o no, si no que su escafandra, negra y brillante como un ónix, hace de espejo improvisado. En él, el animal con piel de anfibio contempla la escena satisfecho, pero también hipnotizado. ¿Será la atracción del abismo?
De la joven, quedan dos cosas por decir. Primero, que en su pecho hay incrustado algo, una especie de artefacto que nos recuerda a una tortuga, y que su rostro está cubierto por un velo muy sutil del que la tortuga parece ser el broche. Es curioso, porque el infierno de El Bosco se caracteriza por estar poblado de elementos producidos por el hombre, en contraposición a El jardín del Edén y El jardín de las delicias en los que todo es naturaleza, parece así que el pintor nos quisiera advertir de cuál es lugar de la técnica; pero más curioso aún, es que la mayoría de esos instrumentos son musicales, hecho por el cual también al panel de la derecha se le conoce como El infierno musical.
¿Qué es lo que encontré en esta escena? Parece que la tortuga-artefacto situada en el pecho hubiera ralentizado la voluntad de la mujer hasta dejarla en mínimos, hasta inducir en ella algo parecido a un sueño o un estado de hibernación. La voluntad, es esa facultad con lo que nos proyectamos al futuro al trazar con ella lo que deseamos de nosotros mismos, gesto que necesariamente define aquello que le vamos a exigir al mundo y aquello que le vamos a dar. La voluntad así entendida, no es otra cosa que el motor de aquello que se conoce como escultura de sí, esto es, el núcleo de una acción que tiene como fin conquistar nuestra individualidad, pero también, mantenerla, ya que como escribió el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila, la vida tiene mucho de plaza sitiada. Recorrer el camino que conduce a nuestra singularidad, avanzar en él, repercute en un incremento de la fuerza vital, lo que necesariamente se traduce en un aumento de la confianza en nosotros mismos. Pues bien, lo que para mí la tortuga simboliza, y que imagino colocada ahí por la extraña bestia que abraza, no es otra cosa que la puesta en quiebra de la posibilidad de este crecimiento. Así, ella detiene la voluntad hasta, poco a poco, anularla. Veo además una maravilla que debe ser señalada, ya que la violencia que este proceso implica toma la apariencia del cansancio, esa gravedad que sutil y progresivamente nos lleva hasta el sueño, y pierde así las notas que la hacen más reconocible. Es una trampa casi perfecta.
Ahora el velo, ¿qué ocurre con él? Detenida la voluntad, extendida la debilidad, la pregunta que antes debía de ser timón, ¿qué quiero de mí?, se ha convertido en otra, ¿qué quieren de mí? De esta manera, ese velo que cubre el rostro desde los hombros, simboliza lo que el otro consiente, esto es, define lo que está permitido mirar, oír y decir. Anulado el deseo y conquistadas las puertas del yo, la dominación es ya absoluta, y ahora dos emociones son el telón de fondo: miedo a salirse de lo que el otro quiere de nosotros, y una doble culpa, por un lado, no estar a la altura de lo que el amo exige, y, por otro, la incapacidad de rebelarnos. Una oscura canción ambulante se instala en el durmiente: eres débil, mereces lo que te pasa; y porque eres débil, mejor que tu vida la gobierne otro, ya que tú, ¡mírate!, serías incapaz.
Ahora entendemos porque estamos situados en el infierno, pero aún éste nos reserva otro nivel más, otro trazo que cierra el círculo. Me estoy refiriendo a que ella está embarazada, a esa mano que enmarca el vientre y a lo que guarda la forma en la que el animal anfibio mira la escena en el improvisado espejo. La capacidad de generar de ella, de crear, ya no está a su servicio, su fertilidad ha sido poseída, y no es otra cosa que el instrumento de una voluntad que no es la suya. De aquí se alimenta la plenitud de la bestia que satisfecha se mira en el espejo. A través de anular se ha ensanchado, y ahora su voluntad ocupa dos cuerpos, y pronto, ocupará un tercero.
No busco descifrar lo que El Bosco quiso decir con esta imagen, utilizo su potencia simbólica, es decir, aprovecho la equivocidad propia del símbolo para desplegar una apuesta. Y así, lo que encuentro es la representación perfecta de la dominación, de sus mecanismos y consecuencias. De este modo, la criatura simbolizaría todo aquello que es susceptible de generarla: una pareja, la familia, la sociedad, una institución, etc. En cualquier caso, también veo un mensaje en la sombra, y pienso que esta escena bien podría utilizarse de amuleto, ya que nos cuerda la necesidad de defender cómo nos hemos elegido, defenderlo a cualquier precio, es decir, nos invita de manera grave a ejercer de forma permanente la rebeldía, o lo que es lo mismo, y utilizando la preciosa imagen de Julius Van Daalser, a ser «bellos como una prisión en llamas». Esto, en lo que se refiere a nosotros mismos, pero también, a abandonar de cara al otro esa fea y atávica técnica propia de los hombres de debilitar para dominar -así convertimos a los lobos en perros-, y cambiarla por otra marcada por la grandeza, que no es otra que la de fortalecer para compartir.