“El Estado detenta el monopolio de la violencia legítima”. Esta conocida frase olvida aspectos menos edificantes de la cuestión, como es que el Estado también acapara gran parte de la otra porción de violencia, la ilegítima.
Sabedores de ello, los ciudadanos pueden echarse la siesta y olvidar tal cuestión o bien plantearse algún modo de corregir el tiro.
Una opción podría ser la siguiente. Decir por un rato, cada uno de nosotros, “El Estado soy yo” y atribuyéndonos la justicia en propia mano, en forma simbólica, sentir en nuestras mentes, cuál es la violencia legítima y cuál la ilegítima.
Naturalmente, las opciones serían diversas, pero ahora nos concentraremos en un solo individuo y no en posibles, deseables, consensos.
El tal individuo Rey absoluto, con la información de que dispusiera y el raciocinio que natura le hubiera dado se situaría por un rato en el fiel de la balanza del poder. Y podría lograr lo que otros ciudadanos, sometidos al imperio de la ley, en la que rige ante todo el principio de que “mi libertad acaba donde empieza la tuya”, no podrían.
Se trata sobre todo de aislar la esencia del poder del Estado, esto es, de las violencias a las que nos puede someter a los ciudadanos, y racionalizar el criterio, si lo hubiere, que permita sopesar, juzgar y decidir.
No se podría sospechar del tal Rey absoluto una toma de partido cualquiera, puesto que su posición es mero juego y no una forma de realidad que él encarnase, con los privilegios subsiguientes en relación a la violencia.
Pues esa situación ahora vista desde la perspectiva del colectivo social es aquella en la que se encuentra el conjunto de los ciudadanos en democracia, que es siempre deliberativa que no participativa, salvo puntualmente, a cada elección.
En efecto, la ficción permite esos trucos. Sometidos al imperio de la ley – de facto -, en el sueño de la razón, que por esta vez no provocará monstruos, podemos ser todos auténticamente, y simultáneamente, Reyes absolutos.
Porque la democracia es en parte ficción, ficción asumible por la ciudadanía, que puede hipotetizar con supuestos que no se dan en otras formas de gobierno, v.g. la dictadura. Ello es así porque el fundamento de la democracia, la soberanía del pueblo, es una ficción.
Ficción útil, y necesaria se podría decir, para poder elevar el edificio del imperio de la ley, no del Leviatán, sino del Estado moderno. Es el imperio de la ley del Estado moderno el que determina los usos y costumbres de nuestra vida democrática.
En el día a día, no en los periodos de excepcionalidad democrática o elecciones.
Y tras debatir consigo mismo, cada uno de los individuos que dejamos ataviados como Reyes absolutos, ¿qué deben hacer con el conocimiento adquirido?
Devolverle los trastos al Estado. ¿Cómo? Votando.