Él podría haber tenido su Watergate. Pero él mismo se encargó de ocultarlo. Cerraba el círculo y se encerraba dentro de él el mito. La paradoja trágica de su vida es que su obsesión por el mito, que tardará más de veinte años en intentar volver a destruir, acabó destruyéndolo a él. Ha empezado a despeñarse por la línea descendente de la parábola de la vida.
El libro, en lo genérico, es un relato real o un trabajo periodístico que cada lector deberá juzgar en verosimilitud, pues resulta complicado qué escribe Amat acerca de la realidad absoluta por sus fuentes directas de investigación y qué acontecimientos puedan ser levemente ficticios, aunque en cualquier caso subyace la crítica a la corrupción, la carencia de alma, la homofobia y la misoginia, y dos preguntas de fondo: ¿vale todo para alcanzar el poder?, ¿hay en el denominado “periodismo de raza” cierta querencia y apego a ser gilipollas integral, vender libertad, moral y probidad y esconder una significante maldad y carencia de escrúpulos? Sí. Alfons Quintá es un notable articulista, buena prosa y hábil recabando información. Alfons Quintá es un miserable al que uno imagina con churretes de grasa de cerdo en los labios, con la lengua afilada en el periódico y posiblemente en una orgia de porno amateur. El eterno dilema de la separación del autor y la obra. En Quintá acaban muy unidas, escribe resentimiento, siente resentimiento, es un ser resentido y malévolo.
Entre medias se narra mucho sobre Pujol.
La clave era el desvío de fondos a una caja B. Ni la conocía el Banco de España ni la conocía la junta de accionistas. Mientras Banca Catalana se hundía, los responsables de la empresa se habrían enriquecido vaciando su patrimonio. También Jordi Pujol.
Su nacionalismo tuvo buena imagen, sin embargo se deduce en El hijo del chófer que también fue poco alentador e infernal en muchas fases de su vida, de ahí que fuera Jordi Pujol mago a la vez que pirómano y bombero, que para torero (malaje) ya estaba Quintá, un hombre, presentado a todas luces, y sin ningún tipo de prosa subliminal, como un persona horrible, grosera, chabacana, con un mal gusto horrendo (ese tipo de seres que cuenta sus relaciones sexuales de viva voce en la barra del bar y ríe fuerte con los inicisivos) y una incapacidad latente de amar y empatizar con el prójimo. Jordi Amat tira de hemeroteca y teléfono para trazar una estampa catastrófica de la traición, la corrupción, el silencio, incluso de la muerte, prácticamente por acoso y derribo. El ser pérfido que trató aliarse con el poder denunciando el poder, el descenso a los infiernos, y la banalidad del mal que tanto expresó en sus rotativas, encarnada perfectamente en él.
El libro, versa sobre las trampas de la política y las finanzas, pero sobre todo subyace con mayor relevancia (al menos en poso residual, una vez finalizada la lectura) el retrato de la maldad. Una perversidad y una vileza escoltadas por la tortura, porque ser Alfons Quintá debió ser un dolor de cabeza y de corazón a perpetuidad. Arrogante, narciso, maleducado, poderoso, primer director de TV3, delegado de El País en Cataluña, chaquetero y rencoroso. No lo digo yo, lo escribe Amat en el trayecto de todo el libro.
Su conducta va de la mala educación al asedio. No es que sea raro o excéntrico. Es pérfido.
Como bien apunta el propio Amat, este libro es una catarsis para superar el horror. El relato, la crónica sangrienta, ya estaba hecha cuando Jordi Amat empezó a escribir la novela, pero faltaba la literatura, esa modulación de la realidad que habla de buitres, de rencor y de muerte.