El peligro de adaptar al teatro una película tan académica y deliberadamente calculada para gustar al gran público adulto como El discurso del rey (2010) de Tom Hooper es que el resultado se acerque más a uno de los espectáculos que Gustavo Perez Puig llevó al Teatro Español de Madrid durante su reinado que a una obra del siglo XXI.
El gran mérito de Magüi Mira es, precisamente, alejarse del cartón piedra y los trajes de Cornejo y apostar por una puesta en escena que ilumina y desarrolla los conflictos que subyacen bajo los giros de una trama ya conocida.
Desconozco el texto original escrito por David Seidler después de ganar el óscar por su guión pero en el espectáculo producido por José Velasco todo se ordena a partir del paralelismo existente entre la familia real y una compañía de actores. Lionel Logue, el logopeda, es un cómico frustrado y el futuro rey ha de aprender a dejar de tartamudear porque tendrá que hablar ante un público como si de un histrión se tratara (aunque ante una audiencia mucho mayor). Para ello, Mira opta por mantener a todo el reparto permanentemente en escena, observando como espectadores cada una de las acciones de la familia real y sus allegados. Cuando a uno le toca actuar, abandona su silla e interpreta su texto para luego, en lugar de hacer mutis, quedarse sobre las tablas observando lo que sigue.
También acierta Mira al utilizar la lucha contra el defecto del habla como una metáfora de la resistencia del futuro rey Jorge VI a asumir su responsabilidad, su final aceptación de ésta al tiempo que consigue reconducir el miedo que le impide expresarse con fluidez. Queda muy claro este conflicto (por otro lado, muy Scorsesiano) en la escena en que Bertie se tira por el suelo atrapado por las sillas hasta entonces ocupadas por los que mayoritariamente le observan en lugar de ayudarle. Una gran escena en la que se juntan los dos principales subtextos del drama.
Adrián Lastra, más conocido por comedias y musicales que en su vertiente dramática, hace un esfuerzo encomiable tartamudeando sus líneas sin caer en la parodia, expresando en cada duda su desesperación y miedo; calibrando la intensidad de su discapacidad verbal según el estado de ánimo al que le lleva cada situación, cada conflicto. Un trabajo que brilla precisamente por eso, aunque en ocasiones su discurso te desespere y desconectes por la forma inevitable de su enunciación.
Es Lastra quien hace el mejor trabajo actoral del elenco y también el que más acertadamente dirigido está. El resto del reparto actúa con un estilo deliberadamente antiguo que va a la contra de los aciertos mencionados.
Roberto Álvarez es un actor eficaz pero epidérmico, de esos que adjuntan a cada frase un gesto que denota una emoción sin interiorizar realmente nada. Quizás sea un error de la directora, pero llevarse al personaje del logopeda a la campechanía no juega a favor de la credibilidad en su relación con el futuro rey como tampoco lo hace una traducción del inglés (obra de Emilio Hernández) llena de “coños”, “joderes” y demás españolismos. A su lado, Ana Villa más parece un ama de casa que la Reina Isabel mientras que Gabriel Garbisu convierte al futuro duque de Windsor en un malvado galán de telenovela. Ángel Savin da el tipo en su doble personaje pero grita exactamente igual todas sus frases en ambos roles.
Mención aparte merece Lola Marceli, una actriz que ha demostrado sobradamente su clase y su eficiencia y que aquí mantiene la primera pero a la que una dirección actoral completamente equivocada convierte en caricatura a su Wallis, futura Duquesa de York.
Afortunadamente, el distanciamiento del texto que ejecuta Mira a través de la puesta en escena (bailes incluidos) minimiza los errores en la selección y dirección de actores del mismo modo que la ausencia de decorados tradicionales espanta el fantasma de Pérez Puig en un espectáculo que también habría mejorado con algunas proyecciones de imágenes de archivo que contextualizaran los conflictos políticos y militares a los que se ha de enfrentar el protagonista.