El problema es la risa. La inteligencia. El pensamiento que no se somete a la estupidez criminal de la casta sacerdotal. El dios Capital, Alá, o Jesucristo.
Siempre la puta trascendencia.
Me pongo a escribir este artículo, que pretendía ser una celebración gozosa de las maravillosas blasfemias de “El concilio de amor” de Panizza, al día siguiente de la última matanza perpetrada por las religiones organizadas. Saldrán meapilas diciendo que los integristas no representan a sus respectivas iglesias. Me da igual. Toda esa gentuza asesina a diario el pensamiento, la alegría de los cuerpos, el placer, todo lo que en suma hace que merezca la pena estar vivo.
Los miserables que entran en Charlie Hebdo disparando metralletas sufren de la misma estupidez mental que los que consagran las fiestas. Afortunadamente, en el mundo occidental, hemos conseguido recluir en un espacio marginal de la vida pública a los tarados del catolicismo, pero no hace falta estar muy informado para saber de los crímenes atroces que han cometido en nombre de Dios a lo largo de la historia. Hacer un pequeño recuento de ellos me temo que excedería los humildes propósitos de esta reseña. Recomiendo, sin embargo, al lector curioso la lectura de “La puta de Babilonia” de Fernando Vallejo, un auténtico festival de datos sangrientos y picardías.
Este no iba a ser el tono, pero en fin, ya saben… Las religiones del puto Libro.
Así que al bueno de Oskar Panizza se le ocurre escribir en el año 1894 la que es probablemente la más deliciosa obra satírico-religiosa que este humilde lector se haya echado a las entendederas. Los papeles principales están reservados para un Dios padre senil, una virgen María lujuriosa y un Jesucristo tísico y en franca decadencia; coros de ángeles que más bien parecen fans adolescentes de Justin Bieber y el viejo y maltratado Diablo haciendo de las suyas, más concretamente alumbrando su más irresistible e inmortal diablura: la femme fatale.
El mismísimo André Breton, que adoraba la obra de Panizza, no se resistió a comentar la aparición del Eterno Femenino en el Concilio:
El Diablo no puede mostrarse lo bastante exigente a la hora de elegir entre ellas a su compañera –aquella cuya belleza debe unirse a la perversidad más gratuita- para llevar a cabo, dentro de los límites prescritos, esa obra maestra de la perdición: la mujer tanto más cautivadora cuanto más nociva hasta en la carne, como ausente de sí misma, capaz de asociar a su abandono suntuoso todas las glorias del atardecer.”
Tales desmesuras por parte del autor motivaron que se iniciara un proceso contra la obra en Munich. El Tribunal encontró “noventa y tres blasfemias manifiestas” y sus iluminados miembros decidieron prohibir el peligroso libelo y condenar al bueno de Panizza a un año de prisión que hubo de cumplir íntegramente y que acabó por ser devastador para su salud mental.
Sin embargo, por increíble que parezca, la historia de censura y prohibición de esta “Tragedia celestial en cinco actos” se prolonga hasta bien entrado el siglo XX. En 1962 fue secuestrada una pequeña edición de apenas trescientos ejemplares en la ciudad alemana de Glücksburg y en el año del Señor de 1994, en respuesta a una denuncia de la diócesis de la Iglesia Católica Romana de Innsbruck, el Tribunal de Derechos Humanos de Estasburgo decide, en última instancia, prohibir la representación de la obra en base al derecho del Estado austriaco a preservar la “paz religiosa” y “prevenir que alguien pueda sentirse atacado en sus creencias religiosas en formas injustificables y ofensivas”.
Y eso que como muy agudamente señala Julio Monteverde en el epílogo a la fantástica edición de Pepitas de Calabaza, la obra de Panizza
no busca en sí misma la ira del poder. La sobrepasa. La asume, pero no se destina exclusivamente a actuar de catalizador y objeto final de la misma. Se sitúa más allá, en un gesto definitivo que pasa por el escándalo pero que tiene otros horizontes mucho más tangibles y definitivos. En realidad, es la libertad del ser humano lo que marca el ritmo de esta obra, esa libertad que, a través del principio del placer, se desencadena ahí donde el hombre supera su miedo y lanza la carcajada brutal, aquella que le eleva muy por encima de todos los dioses que él mismo ha fabricado”
Seguiremos riendo, malditos.