El realizador Daniel Alfredson se dio a conocer mundialmente con La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire, las adaptaciones de dos libros correspondientes a la saga Millennium, franquicia de novela negra nórdica creada por el escritor y periodista Stieg Larsson. Ambos trabajos nos mostraban a un cineasta tan correcto como aburrido, incapaz de imprimir la más mínima tensión a un argumento que lo pedía a gritos. Las cintas dejaban patente que el sueco se encontraba muy lejos del talento de su hermano Tomas, responsable de películas tan notables como Déjame entrar o El topo.
El caso Heineken, remake del filme holandés El secuestro de Alfred Heineken, vuelve a poner en evidencia su falta de energía a la hora de dirigir thrillers. La película, basada en hechos reales, sigue los pasos de los responsables del rapto de un multimillonario industrial cervecero de los Países Bajos en los primeros años ochenta. El suceso pasó a la Historia del siglo XX por la alta cuantía del rescate, 50 millones de dólares, la más alta solicitada por unos captores hasta esa fecha.
El cineasta nórdico hace de nuevo gala de su estilo pulcro y distanciado, algo inapropiado para un largometraje que debería provocar la emoción en el espectador, pero que sólo causa indiferencia. Todo está rodado con evidente oficio, pero nada consigue sobresalir demasiado.
Tampoco acaba de funcionar el guion, que se fija en el lado menos interesante de aquel hecho. William Brookfield y Peter R. de Vries, autores del libreto, prefieren decantarse por las peripecias de los dos cabecillas de los secuestradores, empresarios fracasados que pretendían salir adelante con el dinero que consiguieran por la liberación de Alfred Heineken, que en abordar la relación de estos criminales aficionados con su particular preso, un hombre seguro de sí mismo capaz de retarles y sembrar la cizaña entre sus particulares carceleros. Es precisamente en los escasos instantes en los que el largometraje se centra en este particular enfrentamiento cuando la película se distancia de la mediocridad. Gran parte del mérito recae en un estupendo Anthony Hopkins, que recupera el magnetismo con el que encarnara al asesino Hannibal Lecter en las adaptaciones de las novelas de Thomas Harris.
Por el contrario, un histriónico Jim Sturgess y un marmóreo Sam Worthington no logran hacer creíbles a sus personajes, dos jóvenes unidos por lazos de sangre que pretenden salir de su particular crisis con un secuestro que les viene grande.