Llevábamos muchos años los admiradores del gran director italoamericano sin degustar una obra maestra suya. Daba la sensación de que Martin Scorsese había perdido fuelle y se había ablandado con el paso de los años. Infiltrados era una prueba de que todavía anidaba el talento en ese apasionado del cine que es el director de Taxi driver, pero ese film parecía una excepción en un páramo presidido por películas facturadas para el público infantil como La invención de Hugo, la frustrante adaptación de la novela de Denis Lehane que fue Shutter Island, y las decepciones que supusieron El aviador y Gangs of New York. La última gran película que habíamos visto de él se remontaba al año 1995, Casino. Desde entonces todo se reducía a frustración, pequeñas películas y experimentos vacuos mientras el director de Uno de los nuestros rompía su relación tan brillante con Robert de Niro, que fuera de Scorsese apenas ha hecho alguna cosa decente y se dedica con sano humor a reírse de toda su carrera anterior—enfrentarse a Sylvester Stallone puede considerarse su última humorada—y Scorsese iniciaba una relación de pareja de hecho cinematográfica con Leonardo DiCaprio, que ha protagonizado cinco de sus últimas películas, un actor que iba creciendo en cada una de sus trabajos pese a que no conseguía desprenderse de ese aire blandengue que tiene su físico, por mucho ceño fruncido que ponga a cada uno de los personajes que interpreta. Hasta que llegó El lobo de Wall Street y ese tándem Scorsese/DiCaprio funcionó perfectamente engrasado, dio una pedaleada genial y llegó en el momento oportuno, la estafa global mal llamada crisis financiera, aunque la vida del bróker que retrata en la película con todo pelos y señales pertenezca a la de un pirata de las finanzas ya retirado, un tiburón tan perverso como el Geko de Wall Street, al que se homenajea en algún momento del film, pero más simpático, llamado Jordan Belfort.
Adapta Scorsese, con un ritmo cinematográfico frenético—el montaje de la película es una de sus grandes virtudes—las memorias de ese bróker y recoge en el film la forma de vida absolutamente disoluta e inmoral, las adicciones (pastillas, mujeres, cocaína, pero, sobre todo, dinero) de esos delincuentes cuyas armas son un teléfono y la pantalla de un ordenador pero cuyas víctimas son mucho más numerosas que las de los mafiosos gánsteres de Casino sin que la sangre se escurra entre sus dedos. El casino es la bolsa, Wall Street, y las armas de fuego ya no son necesarias para saquear los bolsillos de la gente.
Habla la película de Scorsese, con una mala baba increíble y un sentido del humor extraordinario—la secuencia de Leonardo DiCaprio empastillado es, sin lugar a dudas, una de las más cómicas, y largas, de la historia del cine—de esa gentuza, sí, gentuza, que con su afán de enriquecerse ha empobrecido a media humanidad, los detonadores del desastre económico que estamos sufriendo a diario. En un breve y brillante papel Matthew McConaughey, otro actor que está creciendo película a película, como Mark Hanna, un buitre financiero, nos da, en un restaurante cool de la Gran Manzana al que lleva, sobre todo a beber, al bisoño aspirante a tiburón Jordan Belfort, un curso acelerado de economía especulativa para estafadores.
El lobo de Wall Street es, a su manera, una película de gánsteres, subgénero del cine negro en el que tan a gusto ha estado siempre Martin Scorsese, pero la banda de indeseables ya no utiliza pistolas, metralletas, dagas o alambres de acero sino teléfonos y pantallas de ordenador y sus víctimas se multiplican, son ahorradores, empresarios, sistemas financieros, países enteros.
Es El lobo de Wall Street, sin duda, una de las películas más críticas de este maestro del cine, un tobogán por el que desliza al espectador sin remedio, una lección acelerada de cine y economía en tres horas que se pasan volando gracias a un ritmo endiablado, la originalidad de la propuesta inicial—Jordan Belfort se dirige a cámara, al espectador, para ilustrarnos con su magistral lección de engaños en un tú a tú impagable—, y un equipo de actores secundarios que funcionan como Jonah Hill, en el papel de Donnie Azoff, el empleado de hamburguesería obnubilado por las ganancias meteóricas de Jordan y que se convierte en el subdirector de esa banda de bróker frikis; la bellísima Margot Robbie, como la modelo Naomi Lapaglia de la que se enamora Belfort, con quien se casa y tiene dos hijos; o Rob Reiner haciendo de padre y jefe de seguridad de la empresa de su hijo al que los empleados llaman Mad Max.
Martin Scorsese, en su último film, adopta el punto de vista desmadrado de sus enloquecidos protagonistas—las escenas de sexo explícito, de las que huía el director de La edad de la inocencia, abundan en El lobo de Wall Street a partir de ese espectacular culo femenino en primer plano por el que DiCaprio desliza un dedo untado en cocaína—, construye un espectáculo visualmente impecable, como casi toda su filmografía; domina con soltura los diálogos, que nada tienen que envidiar a los de las películas de Quentin Tarantino; y hasta construye alguna escena de cine de desastres con buenos efectos especiales como la del naufragio del lujoso yate del protagonista.
Una película muy recomendable, tan entretenida como ácida, un sopapo que Martin Scorsese da a esos brókeres sin escrúpulos, más horteras que sus gánsteres de Uno de los nuestros o Casino, y una crítica al american way of life cuya religión es el enriquecimiento y el triunfo personal—memorables los speaches que DiCaprio se monta con sus empleados golpeándose la frente con el micrófono, o las fiestas de confraternización a la que todos ellos acuden—por encima de cualquier otra consideración.
Dice Scorsese que la película no contiene todas las excentricidades del libro de memorias del bróker, porque el público no se las creería—lanzamiento de enanos contra dianas, entre otras lindezas; sexo masivo en la oficina; Jordan Belfort arrojando langostas desde la cubierta de su yate de lujo al agente del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler) que se resiste a sus intentos de soborno—. El pequeño e hiperactivo muchacho de Queens, el que se crio en sus calles y de allí extrajo muchos materiales para sus historias, ha facturado una película absolutamente recomendable y redonda del que el espectador sale riendo y cabreado al mismo tiempo, porque los desalmados que la pueblan, y cuyos chistes no puede impedir reír, son los mismos que durante tantos años nos han ido vaciando los bolsillos a todos.