Uno de los fenómenos culturales más relevantes del año pasado fue el éxito del documental «Searching for Sugar Man», sobre los avatares que tuvo la recepción de la música de Rodríguez, un cantautor folk-rock de origen mexicano y residente en Detroit. El público quedó conmovido con una historia de fracaso inicial y anonimato, sin «royalties» para el artista mientras triunfaba en países como Sudáfrica y Australia, hasta su redescubrimiento tres décadas después, aunque a tiempo para que paladease el triunfo. Esta historia, sin embargo, no es sino la última (quizá ya la penúltima) de una larga serie de descubrimientos de músicos que han pasado décadas desaparecidos y sin grabar, realizados por aficionados y coleccionistas que en muchos casos actuaron como auténticos detectives privados y llevaron a cabo investigaciones más propias de un hecho criminal que de un hecho cultural. Quizá el periodo más fructífero de hallazgos de joyas escondidas se produjo a principios de los años sesenta, cuando un puñado de hombres, en su mayoría blancos de la Costa Este, rastrearon a fondo los rincones más recónditos del Delta del Mississippi y sus alrededores para localizar a viejos «bluesmen» que grabaron en los años anteriores y la década posterior al Crack de 1929. En esa labor de investigación ardua y en muchos casos infructuosa –pues los sujetos buscados ya habían muerto o no querían saber nada de su pasado como intérpretes de la música del diablo–, se revelaron figuras como Son House, Skip James o Mississippi John Hurt, que pudieron mostrar a las nuevas generaciones en discos y recitales (como aquellos ya legendarios celebrados en el festival de Newport) su música estremecedora, el grito, unas veces desesperado, otras veces evasivo, de alguien que vive en condiciones extremas en las plantaciones, en la prisión de Parchman, en ese infierno en la tierra de suelo pegajoso y absoluta miseria para quienes lo trabajan que es el Delta del Mississippi. Estos descubrimientos debieron de resultar sumamente emocionantes para quienes los propiciaron; no creo que haya un momento más intenso para un aficionado a esta música que el de encontrarse frente a frente con el «bluesman» que lo ha obsesionado largo tiempo en ajados discos de pizarra y escucharlo tocar en vivo y en exclusiva. Pero además sirvieron para poner en el mapa de la música de raíces el blues del Delta y extender su influencia en músicos contemporáneos con mucha mayor audiencia (Bob Dylan, los Rolling Stones, los Cream de Eric Clapton, Canned Heat…). A partir de entonces este ya no se perdería, no quedaría como una curiosidad antropológica registrada en discos de la Biblioteca del Congreso o archivada en depósitos del Smithsonian. A partir de entonces el blues del Delta se transformaría en el punto de partida ineludible, el tronco esencial de la música popular afroamericana, la más influyente de todas las músicas populares.
Con estos redescubrimientos se cierra el libro «Blues. La música del Delta del Mississippi», de Ted Gioia (Turner, 2010). Gioia es autor de una indispensable «Historia del jazz», traducida al castellano por la misma editorial, y de una serie de ensayos sobre jazz moderno y cultura popular. La «Historia del jazz» es probablemente su «opus magnum» hasta el momento, un libro en el que con erudición y gran habilidad narrativa se repasa la historia de esta música nacida en Nueva Orleans a partir de la confluencia de un buen número de estilos (el ragtime, las work songs, la música criolla y, cómo no, el propio blues) y que evolucionó, siempre en entornos urbanos (Chicago, Nueva York, Filadelfia, Los Ángeles…), hasta el free jazz, la fusión y la indefinición un tanto desorientada en la que se mueve hoy día, como tantas otras artes. En ese libro, Gioia, que también es pianista de jazz, hace gala de un conocimiento enciclopédico de esta música (lo mínimo que se le pide a un historiador que se atreve a escribir un libro de síntesis), pero también de una aguda capacidad crítica y sobre todo de una extraordinaria habilidad para explicar conceptos musicales de manera que queden meridianamente claros para un lector no demasiado versado en cuestiones de armonía y teoría musical.
La «Historia del jazz» de Gioia ofrece muchas cosas, pero es ante todo una historia canónica, es decir, un catálogo razonado de autores y obras. Su historia del blues del Delta es algo diferente. Hay que decir que el título de la edición en lengua castellana puede llevar a engaño, sobre todo al lector que ya haya accedido al trabajo de Gioia a través de su «Historia del jazz». El título original en inglés es mucho más claro y honesto: «Delta Blues. The life and times of the Mississippi masters who revolutionized American music». Así pues, en primer lugar el objeto de estudio se reduce al blues del Delta, la raíz de casi todo el blues, su variante más destacada, pero no el único blues que se podía escuchar en las primeras décadas del siglo xx. De hecho se presta muy poca atención al blues urbano de Ma Rainey, Mamie Smith o Bessie Smith, que parte de la tradición del Delta, pero pasado por el tamiz de la comercialidad que exigía el público burgués de la ciudad y en consecuencia más aderezado con arreglos e instrumentación más compleja (en el blues del Delta, a diferencia del jazz, cuanto más simple, más auténtico). Y tampoco se pone el foco en otras variantes de blues rural como la practicada en Texas, aunque en el libro se menciona unas cuantas veces a su primer gran exponente, Blind Lemon Jefferson. Y en segundo lugar, como indica claramente el subtítulo, el trabajo no va a ser tanto una nómina abultada de músicos y canciones como una biografía, bien encajada en su contexto social y cultural, de unos cuantos músicos que han resultado cruciales en el surgimiento y la evolución de este estilo: Charley Patton, Son House, Skip James, Robert Johnson, Muddy Waters, John Lee Hooker y B. B. King. Por tanto, no cabe achacarle responsabilidad a la edición en lengua inglesa sobre la estrategia (tal vez estratagema) comercial de titular con el todo (el blues) en lugar de con la parte (el blues del Delta), ardid que abre el abanico de posibles lectores, pero que por otro lado no debería manchar la reputación de la que a mi juicio es la línea de ensayo más prestigiosa y que mayores alegrías da en España: la colección «Noema» de Turner. Y en cualquier caso importa poco si el lector lo compra con una idea equivocada, porque el libro es brillante e imprescindible para cualquier aficionado a la música popular.
El tema hacía necesario un enfoque distinto, pues cuando a principios de siglo los investigadores y los sabuesos de posibilidades comerciales acudieron al Delta, el blues ya estaba allí. Una historia del blues del Delta (como la de otros estilos primigenios) tiene que ser, de hecho, una historia de su recepción y de su registro fonográfico. Esto, que tiene el reverso trágico de que lo que no se ha grabado se ha perdido para siempre, implica que las pequeñas historias, incluso las mínimas casualidades, son las que van definiendo la gran historia. Así, Gioia tiene la obligación, y lo hace con gusto y maestría narrativa, de contar las pequeñas historias del blues, como la de W. C. Handy, un músico de Alabama con el talento y la técnica suficientes para dirigir una banda de metales o un pequeño grupo «minstrel» (prácticamente lo único a lo que podía aspirar un músico negro por aquellos años), que una noche de 1903, en una estación desierta de Tutwila, mientras espera el próximo tren, escucha a un hombre flaco y con la ropa hecha jirones que hiere su guitarra con un cuchillo con el que saca gemidos inauditos y subyugantes y canta una canción simplicísima pero al mismo tiempo totalmente ininteligible para cualquier forastero, acerca del lugar donde se cruzan dos líneas de ferrocarril, «Goin’ where the Southern cross’ the Dog». Fue una de las primeras veces que alguien de fuera del Delta oyó su blues y dio la casualidad de que Handy se quedó prendado de aquel extraño sonido y lo copió en composiciones propias, dotándolo eso sí de arreglos que suavizasen la aspereza de la música que escuchó. Así sale por primera vez el sonido de este blues de su asfixiante reducto a orillas del Mississippi. Poco antes, el arqueólogo de Harvard Charles Peabody había organizado una expedición al Delta para recopilar información sobre túmulos de nativos americanos en el condado de Coahoma. Las excavaciones dieron algunos frutos, pero el mayor impacto para este investigador no estuvo en lo que encontró bajo el pegajoso lodo de la región, sino en lo que escuchó a las gentes del lugar, una música nunca antes oída por este hombre que no tenía una gran formación musical, pero sí la inquietud suficiente para publicar un artículo en una revista académica dedicada al folclore americano y documentar así por vez primera la existencia del blues.
Unos años después, Henry C. Speir, un comerciante con una extraordinaria visión para los negocios que regenta una pequeña tienda en Jackson (Mississippi), empieza a ver el potencial comercial de grabar en discos de pizarra oscuros temas de blues rural, pues sus clientes se los quitan de las manos. Aún no ha llegado la época de la Depresión y los trabajadores de las plantaciones todavía pueden gastar una parte de su reducido salario en algo tan ocioso y poco necesario como un disco de setenta y ocho revoluciones. En una mañana de sábado, Speir puede vender cientos de copias de una sola referencia y esto llama la atención de los responsables de discográficas muy alejadas de Mississippi, que con la ayuda de Speir y otros cazatalentos comienzan a organizar sesiones de grabación en Memphis, Chicago o incluso Nueva York. Solo citar algunos nombres de músicos que pasaron por la tienda de Speir para grabar da idea de la trascendencia para el blues de este hombre al que poco le importaba la calidad de la música o su autenticidad, pues únicamente veía en estos músicos la posible comisión de las discográficas y las ganancias por la venta de discos en su tienda: Charley Patton, Robert Johnson, Son House, Skip James e Ishmon Bracey fueron algunos de los que acudieron a él para grabar acetatos de prueba. Poco más se puede decir.
El caso es que las vicisitudes de sellos discográficos como OKeh, Vocalion, Paramount, Victor o Bluebird en un primer momento y más tarde las decisiones de personajes como los hermanos Chess en Chicago o Sam Phillips (propietario de Sun Records) en Memphis van configurando la historia del blues, al igual que los trabajos de campo de Alan Lomax, que descubrió a Muddy Waters en una pequeña cabaña de una plantación, grabó una festiva versión de «Walkin’ Blues» interpretada por Son House y difundió la obra de David «Honeyboy» Edwards. Su trabajo ha quedado registrado afortunadamente para la posteridad en las grabaciones de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. También forman parte de la intrahistoria del blues plantaciones como la de la familia Dockery (muy poco interesada por la música de sus trabajadores y sorprendida de que a alguien le pudiera atraer) o la prisión de Parchman, donde la durísima condena consistía en cosechar el algodón en régimen de esclavitud. Y también las vías de huida y vagabundeo de los músicos, líneas de ferrocarril y carreteras como esa ruta 61 que iba de sur a norte del país, de Nueva Orleans (Louisiana) a Canadá, pasando por lugares como los pueblos del Delta, Memphis (Tennessee), Saint Louis (Missouri) e incluso Duluth (Minessota), la tierra que vio nacer a Dylan. Y cómo no, los cruces de caminos, donde la leyenda dice que los «bluesmen» adquirían sus habilidades tras pactar con el diablo a medianoche (Gioia dedica unas cuantas páginas a reflexionar sobre lo perjudicial de esta leyenda, alimentada por los propios músicos, para una recepción seria y rigurosa del blues).
Todo esto hace que el de Ted Gioia no sea tanto un libro sobre música como un libro sobre músicos, que sea más una colección de historias que una historia al uso. El factor humano es lo más relevante, pues el blues es una música demasiado humana, demasiado personal y biográfica como para dejar de lado a sus creadores, que nunca se quedan en meros intérpretes. Hay que seguir el viaje de Muddy Waters de su mísera tierra natal a la promisoria Chicago para entender cómo el blues rural del Delta se transformó en el blues urbano de Chicago. Hay que detenerse un momento en cómo se construyó la leyenda de Robert Johnson tras su muerte para entender por qué este músico ha resultado tan extraordinariamente influyente con apenas una veintena de canciones grabadas en dos sesiones. Hay que conocer los vicios y las iluminaciones espirituales de algunos de los primeros «bluesmen» para tratar de comprender la intensidad emocional y espiritual de su música y sus letras, así como algunas de las paradojas de este estilo, entre ellas el hecho de que una música tan triste, oscura, simple, a menudo mal tocada y excesivamente local haya trascendido de la manera en que lo ha hecho y haya engendrado vástagos tan universales como el rhythm ‘n’ blues y el rock and roll. Gioia se ocupa ante todo de contarnos estas historias, pero pese a ello no deja de lado los brillantes, certeros y concisos análisis de canciones, discos y músicos con los que ya nos obsequió en su «Historia del jazz». Algo que ya se apuntaba en este libro se desarrolla magistralmente en «Blues. La música del Delta del Mississippi»: Ted Gioia no solo es un crítico impecable, es además un maravilloso narrador con una fuerte personalidad y opiniones honestas que no se guarda para sí aunque puedan caer mal en algunos protagonistas o colegas investigadores. Si es necesario, llega incluso a dudar de la veracidad de hechos firmemente establecidos. Y es que, como aquellos rastreadores que propiciaron el resurgimiento del blues del Delta en los años sesenta, Gioia lleva a cabo en muchos casos una labor detectivesca que, contada por él mismo, resulta apasionante. Aunque no necesite precisamente esta música una dosis de pasión añadida a su ya muy apasionante historia.