Para quien se enfrenta con veinte años al reto de un libro lo más difícil debe ser -es, de hecho- mantener una misma voz, tener una voz propia. En el caso de Yasmín C. Moreno, que publicó “El beneficio de la enfermedad” con esa edad en diciembre de 2013, no nos encontramos con un poemario inmaduro, compuesto de retales, poemas sueltos que no presentan homogeneidad alguna. Su libro es un ejemplo de coherencia, aunque a veces los referentes se escapan del útero y la biblioteca hasta Oriente (el Mar Muerto), Europa, París o la estación de Atocha y el lector no sabe entonces si seguir ese vi(r)aje o continuar atrapado en un cuerpo inmóvil y sangrante.
Prefiero seguir el trayecto sangrante del cuerpo -llamar trayecto al cambio de una ciudad a otra me parece demasiado evidente, demasiado fácil- sin perder de vista una mudez que siempre acecha.
Quien está llamado al abismo lo estará siempre.
[Eso se sabe.
Y volverá a caer. Una
y otra vez.
Es ahí, entre la mudez -la de Van Gogh, la de Artaud, la que encierra la propia escritura- y el cuerpo donde nacen los mejores poemas de este libro, entre la sangre que sutura la escritura y la palabra que reabre la carne. Yasmín C. Moreno recrea un laboratorio biológico con sus palabras, un campo experimental para la enfermedad, para que asalte a la viuda, la anoréxica y la bulímica, la hija y la madre. A veces resulta doloroso leer poemas de vejez en alguien tan joven, poemas que parecen emerger de lo más oscuro, de los restos y fragmentos que sólo quien ha vivido mucho puede reconocer y recoger.
Un continuo recrear la infancia.
El resto.
En eso se basaba la vida.
En esta escritura breve y directa, como un punzón, sorprende también la madurez con la que la poeta siente que el poema es su hogar. Y sorprende porque, por desgracia, cada vez abunda más un pesismismo ramplón que confunde al poema con una telenovela. No hay plató aparte del poema, aparte del cuerpo. La enfermedad de la que habla Yasmín C. Moreno no se cura con un bloody-mary, ni siquiera en el poema, ni con el beso arraigado de un amante de cartón. La nostalgia que puede desprenderse de su poesía tiene un lugar preciso, que amenaza a quien escribe y a quien se atreva a leer: no es poesía para cobardes, no hay hogar alguno.
Como si fuera yo mi propia madre, un feto abierto de mí.
Porque no echo de menos el hogar
porque el hogar es esta casa.
Por el ritmo titubeante de algunos poemas, el cambio temático de las estrellas y el cielo a la tierra y la sangre, las sentencias, algunas figuras retóricas algo gastadas, sabemos que no será su último poemario, que hay una búsqueda detrás y que sus textos destilarán -si se me permite jugar con el lenguaje de fluidos tan próximo a la autora- otros aún de mayor calidad. Lo que sí hallamos en ellos es ya una distancia, un extrañamiento, que delatan la madurez del poemario al que nos enfrentamos.
Uno de los poemas viene encabezado por una cita de Anne Carson: “Una herida arroja luz propia,/ dicen los cirujanos”. “El beneficio de la enfermedad” engaña a quien se deje llevar por su título: el lector encontrará en la lectura, valga la redundancia, una herida propia (un hogar propio), pero ni la poeta está aquí para consolarse, ni para consolar. No hay beneficio alguno en ese hueco dentro de cada uno, ni siquiera una estetizante reconstrucción por parte de la poesía. El vómito ante un cadáver no deja de removernos el estómago y la poesía, como digo, no quiere presentarlo como algo bello. El “beneficio de la enfermedad” se retroalimenta: es beneficio para la enfermedad, pero merece la pena leer para conjurar al menos la llaga, merece la pena (escribir) leer “tanto sobre la enfermedad/ para no estarlo”.
Concentré mi pasado en una luz
cuando aún no tenía pasado.
He escrito tanto sobre la enfermedad
para no estarlo.
El beneficio de la enfermedad, de Yasmín C. Moreno. Ártese quien pueda, 2014. 90 páginas, 5 euros.
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