Hace un año decidió sentarse todas las tardes en el mismo banco del centro de la ciudad. ¿No quieres ser escritor y entender a los demás? Entonces busca un lugar privilegiado desde donde observar a la gente. Tienes que aprenderte de memoria sus gestos, sus movimientos, las palabras entrecortadas de cada día, su rápida forma de besar o despedirse, ese reguero de tristeza que dejan las ausencias y la falta de reencuentros.
Al principio se lo tomó en serio.
Llegaba tras la salida del trabajo y se sentaba con un cigarrillo en los labios. La vida pasaba deprisa y le obligaba a ralentizarla en su interior. Era un reto apasionante, incluso divertido. Las imágenes se sucedían unas a otras como en una película en blanco y negro, y él tenía que conferirles color y sensibilidad. Sin embargo, a la tercera o cuarta semana empezó a aburrirse. Jamás sería un buen escritor, se dijo al tiempo que aplastaba la colilla contra el banco, o al menos un buen escritor disciplinado. Como siempre, era incapaz de hacer lo mismo varios días seguidos. Las imágenes quizá poseyeran un valor mítico, en ese intento de explicar el sentido de las cosas, pero él era incapaz de esbozar el origen. Podía convertir los viejos mitos en símbolos que a su vez se transformaban en metáforas con las que explicar la realidad. El problema es que la verdad no siempre tenía que ver con la realidad. Su novia solía repetirle que le faltaba constancia, que debía trabajar sus historias y no esperar a que le llegara la inspiración. Así era imposible que terminara una novela, incluso un relato, por breve o anecdótico que fuera. Lo único importante era encontrar un lenguaje preciso a su época, la de Internet y las redes sociales, la de las guerras olvidadas, cuando los ricos cada vez son más ricos y el cielo se cubre de crisis económicas y espirituales al llegar la noche.
Mientras el humo del cigarro se consumía, reconoció que lo que más le gustaba era mirar a la gente.
Solo mirar a la gente.