Irvine Welsh, puede vivir al margen de la aclamada Transpotting y su contexto demoledor, porque Irvine Welsh escribe muy bien, incluso muy aterido y glacial (se narra sobre una ficción que es la muerte de un hijo por asesinato violentísimo), escribe como una máquina de triturar vidas y acuchillar. Posiblemente en la periferia del humor negro, la familia de cuna como desgracia personal y la parodia policíaca, hay un retrato en profundidad del alma humana que, hace de un libro entretenido algo más, como si los contornos del realismo sucio, el dramón y el humor negro no estuvieran reñidos con la buena literatura.
El artista de la cuchilla, comienza feliz, transparente y luminosa como un amanecer en la playa, con dos hijas preciosas, una mujer guapísima y el arte como modo muy solvente de vida, para ir a continuación degradándose en violencia, alcohol, bestias humanas, gente acabada, fumadores empedernidos, alcohólicos, drogadictos, barrios obreros, presidiarios, sangre y destrucción. Si a todo esto le añadimos un hijo muerto y un pasado de psicópata, el cóctel molotov está asegurado.
Begbie reconvertido a Jim Francis, un famoso escultor que vive en Los Ángeles, ahora sí ha decidido elegir una vida, un empleo, una carrera, una familia, un coche y una casa bonita, por delante de la violencia y la heroína de Transpotting, de su hermana alcoholizada, de sus camaradas matones. Porque los tíos de Escocia son superficiales, se divierten siendo frívolos y veleidosos, hacen vídeos pornográficos, tienen los dientes picados, están gordos (seguramente como en Estados Unidos) y fornican con muchísima más zafiedad que amor. No saben, se trata de sobrevivir. De hecho la vida de Edimburgo, la familia y los amigos de Franco, está escrita desde cierta hipertrofia del asco y la vida violenta de la dipsomanía y las drogas, y salvando el funeral del pobre Sean, los sentimientos de los escoceses no se detallan, como si olvidaran su propia sensibilidad y no sintieran los pies, las manos, ni el corazón. Quizá es June, la madre de Sean, la más consciente de su desgarro y su existencia. Y se le tiene que morir un hijo.
Es una Escocia obrera que no entiende que el sistema fracase porque esté mal concebido, ni siquiera por una incapacidad burocrática y política, sino porque alguien los está jodiendo, desde el presidente del gobierno a nuestros vecinos de barrios periféricos. Franco quiere contar al lector, cuando vuelve a Edimburgo para ir al funeral de su hijo, lo catastrófico del mundo miserable en el que vivió, y escribe la novela documental de los excesos y todas las veces que acabó en comisaría, o drogado, o borracho en un pub de mala muerte. La novela, por tanto, está concebida desde Transpotting, con un tono reformista y ético, cuando Frank Begbie empieza a pensar desde el individuo, salvado y entregado a la belleza familiar y el arte en los Estados Unidos como si los sueños estuvieran en el Nuevo Mundo.
Todo el desarrollo es muy cinematográfico: capítulos medianos, acción continua, diálogos canallas, una narración más o menos epistolar del pasado feroz y arrebatado de Franco, con muchos malotes de la familia y el barrio, una frase final que te deja de piedra. Puro Tarantino. Puro Irvine Welsh. Y para terminar, resaltar una pregunta emergente en el desarrollo de toda la novela: ¿el arte y el amor para escapar del pasado?