Ya no quedaba casi nadie en el pueblo. Sólo los ancianos permanecían fieles a su labor diaria de enterrar doncellas. Habían transcurrido muchos años desde que sepultaron a la primera y aún así les seguían temblando las manos al amortajar aquellos rostros de frescura doliente. Antes, eran sus esposas quienes se encargaban de estos rituales preparatorios pero hacía tiempo que ellas se habían marchado. Algunas pocas habían fallecido. La mayoría decidieron abandonar a aquellos hombres que las miraban como si no existiesen. Huyeron de madrugada sin apenas equipaje, maldiciendo aquel monstruoso e inmenso árbol de ramas púrpura que apareció un día, no se sabe cómo, en el centro del pueblo. Aquel de cuyas ramas continuaba brotando cada amanecer una preciosa muchacha muerta.
El árbol de las doncellas
