Paseo por el amor y la muerte, fue el debut en 1969 de Angélica Houston como actriz, dirigida por su papá, el maestro John Houston. A la sombra del éxito de Romeo y Julieta de Franco Zeffirelli, la Fox quiso recrear una historia de amor con fondo trágico como el de los amantes de Verona, en este caso el protagonista era un joven, al que puso cara y gesto Assi Dayan, que se ponía en camino con el fin de conocer el mar, pero el momento elegido no puede ser peor, porque en Europa se libra la guerra de los cien años. Finalizaban los sesenta y toda obra que se preciara tenía su componente pacifista de la corriente hippie y la aún caliente guerra de Vietnam. Paseo por el amor y la muerte, lo tiene e incide en la idea de «Haz el amor y no la guerra». Como si el común de los mortales tuviéramos capacidad de elección.
El joven realizará su particular viaje a Ítaca y en su empeño conocerá el abanico de grandezas y miserias que nos ofrece la vida: el amor, pero también la muerte y la ambición desmedida de los poderosos.
La vida es gozo y dolor, se alterna o se solapa y a veces se confunde, e igual que nuestro joven protagonista no hubiera atesorado la misma sabiduría si hubiera buscado el mar en tiempos de paz atravesando un país próspero, y en eso la vida se aúna con los guionistas, ya que el conflicto siempre es un buen marco para medirnos en corto y conocer nuestro temple, sintiendo el sabor agridulce del riesgo salimos machacados o aún más vivos.
Quizá sea cierta la teoría de que no hay casualidades sino causalidades, y de una experiencia que de pronto te arrasa es de donde acabas sacando una enseñanza más que valiosa: la muerte de alguien al que quieres y que forma parte de ti te paraliza o un conflicto inesperado te hace que se mueva el suelo que pisas. En estos casos se rompen los esquemas, te desorientas, pero cuando vuelve la calma y ordenas con cuidado los pensamientos y la reacción de cada persona, todo se reubica en el lugar que le corresponde y no donde por error los habías imaginado, puede que el saldo sea muy doloroso, pero es el riesgo que entraña estar vivo: seguimos teniendo espejismos y meteduras de pata, pero en ese movimiento que es la existencia, con su provisionalidad permanente, se van cayendo por su propio peso tanto las apariencias como las falsas creencias.
El miedo al dolor nos hace temerosos ante cualquier cambio, sin tener en cuenta que a veces es mayor el daño que nos procuramos sólo con recrear un pensamiento de temor que el propio dolor si se cumpliera el mayor de nuestros miedos. Siendo estos batacazos que nos llegan sin avisar los que nos zarandean y nos despiertan de nuevo a la vida.
En un momento de ese Paseo entre el amor y la muerte, la joven Angélica le dice a su amado: «Forma parte del amor saber que tiene fin«, como forma parte de la vida saber que vamos a morir, pero para morir es imprescindible estar vivo, y a veces lo olvidamos cerrando los ojos o haciéndonos directamente los muertos, negando lo obvio. No hay nada más oscuro y que nos haga ser más inclementes que vivir con miedo. Miedo al amor y miedo a la muerte, miedo a no ser, miedo a ser negados o abandonados. El amor y el sexo disipan el temor a la muerte, aún sabiéndo que huraños somos para dar amor y que temerosos a la hora de recibirlo. Lo bueno que tiene a veces el cine, es que por un rato podemos mirar la desolada Europa de la guerra de los 100 años con los ojos limpios de esa pareja que desnudos en el campo se estrenaban por dentro y por fuera, mientras ante sus ojos los señores feudales por su cochina ambición asolan tierras y vidas, y somos capaces de mirar con una mirada limpia aún soplándonos en el oído nuestro Pepito Grillo particular que una vez se da el primer paso nunca se vuelve a partir de 0, pero la alquimia del cine burla esa certeza.
Por mi parte, lo único que le pido al amor es que sea generoso conmigo y no me niegue la capacidad de amar, y a la muerte, que cuando llegue aún me pille vivo, porque hay muchas formas de estar muerto.