Península presenta una nueva obra del laureado ensayista y profesor de Teoría Cultural de la Universidad de Manchester, Terry Eagleton, que nos sumerge en la teoría literaria a través de un escrito riguroso -pero accesible- que plantea una cuestión tan fundamental como longeva: ¿qué es la literatura?
El talante polémico -que no deja a nadie indiferente- de los escritos de Eagleton, lo que hace de ellos documentos muy atractivos desde el punto de vista crítico, le empuja a señalar en el Prólogo que
hay cierto sentido en el que este libro también constituye una reprimenda para la teoría literaria. Buena parte de lo que defiendo no se inspira tanto en la teoría literaria sino en una especie taxonómica muy distinta: la filosofía de la literatura. Con demasiada frecuencia, los teóricos de la literatura han hecho el vacío a este tipo de discurso.
Aunque esta obra suponga todo un elogio de este raro híbrido al que el autor denomina «filosofía de la literatura», Eagleton explica desde el principio que hay que transitar con precaución, pues si bien los teóricos de la literatura pecan de cierta superficialidad al prescindir de cuestiones como la verdad, la referencia o el estatus de la ficción, por su parte, «los filósofos de la literatura exhiben a menudo una acusada falta de sensibilidad hacia la textura del lenguaje literario».
Ninguna literatura del mundo -escribe Roland Barthes en sus Ensayos críticos- ha respondido jamás la pregunta que planteaba, y es esta misma postergación la que siempre la ha constituido como literatura: es esa misma fragilidad del lenguaje la que los hombres interponen entre la violencia de la pregunta y el silencio de la respuesta.
Eagleton apuesta por una vía casi conciliadora -a medio camino entre la teoría y la filosofía de la literatura-, en la que se otorgue su justo valor, por un lado, al texto (como conglomerado de frases hilvanadas, presumiblemente repletas de sentido, que conforman un todo), y por otro, al análisis metalingüístico y a las condiciones que han de darse para que, en general, el propio texto no se quede en las meras palabras.
Lo cierto, de todos modos, es que utilizar la palabra «literatura» de forma normativa en lugar de descriptiva conduce a un fango innecesario, además de a un buen número de prejuicios autocomplacientes. […] También deberíamos sacudirnos la indolencia intelectual de dar por sentado que una obra literaria es digna de serlo simplemente porque la institución literaria así nos lo dice.
Y es que la literatura, parafraseando a Aristóteles, se dice de muchas maneras. La tesis de Eagleton es que las facetas que tradicional y habitualmente se han adscrito a la literatura son «porosas, inestables, borrosas en sus límites y se suelen mimetizar con sus opuestos o entre sí». Y es que, a su juicio, incluso
la obra de ficción más encantadamente particularizada esquematiza el mundo, editándolo de acuerdo con las exigencias de una forma de mirar.
De manera que el texto y la visión propia del autor en cuestión se entremezclan hasta el punto de formar un complejo compositum difícil de diseccionar. A este respecto, Eagleton recurre a la noción de estrategia: una estrategia en la que todas las obras literarias consistirían. Si bien, al hilo del fragmento anteriormente citado de Barthes, el autor de El acontecimiento de la literatura asegura que el texto no está llamado a facilitar una respuesta al modo en que lo hace -lógica, casi matemáticamente, tras estudiar el caso- un diagnóstico médico, sí es cierto que las obras literarias pueden cumplir un amplio abanico de finalidades,
desde dar ánimo a los jóvenes guerreros para entrar en batalla hasta cuadruplicar el saldo de una cuenta bancaria. Pero también hemos visto que el texto literario tiene además una especie de contexto propio, con el que mantiene una especie de relación interna; y aquí, también en términos generales, es la función la que determina la estructura.
Una función que se presta a ser estudiada mucho mejor, más profundamente, desde la filosofía que desde la propia lingüística. Ningún ser humano trabaja en y desde un entorno sin elaborar, inerte (virgen, se podría decir), sino que parte de un contexto ya elaborado, «textualizado». «Por lo general -escribe Eagleton-, la especie humana reacciona ante condiciones que ella misma ha creado. Está habitada por sus propios productos, además de, en ocasiones, obstaculizada por ellos».
Las estrategias en las que la literatura consiste no serían más que el despliegue de este espíritu humano textualizado, en el que podemos encontrar testimonios que nos permiten ahondar no sólo en las estructuras lingüísticas básicas, sino también en los más hondos abismos del corazón humano. Como concluye Eagleton:
Al igual que el cuerpo, las obras literarias están suspendidas entre el hecho y el acto, la estructura y la práctica, lo material y lo semántico. Si un cuerpo no es tanto un objeto en el mundo como un punto a partir del cual se organiza un mundo, lo mismo se puede decir del texto literario. Los cuerpos y los textos son ambos autodeterminantes, lo que no quiere decir que existan en el vacío. Al contrario, esta actividad autodeterminante es inseparable del modo en que se ponen a operar en sus inmediaciones.