Mientras ardían las calles del barrio de Sants en defensa de una casa okupada desde 1997 que el alcalde Trías decidió demoler por sorpresa (me pregunto cuántos de los implicados en su defensa habían oído hablar de Can Vies antes de la revuelta), Docs Barcelona 2014 proyectaba una de las películas estrella de su programación: Demonstration de Victor Kossakovsky y 32 alumnos de la Universidad Pompeu i Fabra. El director de la muy sorprendente ¡Vivan las antípodas! (2011) dio una cámara a sus estudiantes durante los dos días de huelga general del 2012, los distribuyó en los puntos de la ciudad presuntamente más calientes (enfrente de la Bolsa, en Plaza Catalunya) y les pidió que lo grabaran todo de la manera contraria a cómo lo hacen los noticieros, es decir, con un trípode. Lo que podría haberse convertido en la enésima muestra de película heredera del 15-M (una temática que, en el siempre políticamente correcto documental español, ha sustituido a los pueblos inundados para construir pantanos) se convierte en manos de Kossakovsky en un film-ballet gracias a la genial idea de sustituir el audio en buena parte de su metraje por la música del ballet Don Quixote de Leon Minkus que en esas fechas se estaba representando en el Liceu. El resultado pone de relieve (intencionadamente, lo corroboró al final de la proyección uno de los alumnos implicados) lo que de ritual o puesta en escena hay en toda protesta callejera. Un manifestante o grupo de manifestantes ejecuta una acción más o menos violenta mientras un enjambre de objetivos (cámaras profesionales, cámaras amateurs, teléfonos móviles, ipads) lo graba todo. No tarda, entonces, en aparecer la policía pegando palos y alborotando a los participantes que se encaran con ellos o salen corriendo en busca de refugio. Antes o después, la acción violenta cesa para volver a repetirse en otra calle o plaza y así hasta la hora de irse a la cama. Al día siguiente, los servicios del ayuntamiento limpian los escenarios de la protesta, reparan los desperfectos y la ciudad está lista de nuevo para que los turistas se paseen por ella como si nada hubiera pasado.
La primera reflexión que surge al ver Demonstration es la utilidad que tiene para la causa (por lo general, justa) que un ciudadano en legítima defensa de sus derechos estampe contra el suelo una bicicleta del Bicing. La segunda es hasta qué punto las acciones violentas por parte de policía y manifestantes se producen para que sean grabadas y subidas a Youtube o (con suerte) emitidas en los telediarios. Y la última, y más importante, es la inconsciencia de los antisistema que con sus intervenciones sólo logran proporcionar argumentos a la TDT party y a las fuerzas de seguridad para hacer lo que más les gusta hacer.
Demonstration es brillante mientras se mantiene fiel a su propósito de hacer que indignados y mossos bailen al son de la música de Minkus. Desgraciadamente, el primer día de rodaje se cruzó en el camino de uno de los cámaras Pere Cuadrado, un jubilado especialmente combativo al que erróneamente elijen como hilo conductor del montaje final. Que el elemental y analfabeto discurso de este hombre (capaz de decir que la policía no puede usar la violencia para intimidarle tras una jornada entera en la que él mismo ha estado intimidando con violencia a los comerciantes reticentes a adherirse a la huelga) se convierta en la verbalización del poderoso discurso visual en el que se encuentra insertado devalúa la película. La (esta sí correctamente razonada y expuesta) participación de Ester Quintana (que perdió un ojo en las revueltas) no logra equilibrar el torrente de tópicos mal hilvanados de Cuadrado quien, delante de mí en la cola para entrar al cine, alardeó de haberse orinado en los zapatos de un banquero. Me pregunto qué efectividad tuvo semejante acción en la resolución de la crisis económica o en la conciencia del ejecutivo de Bankinter.
Una reflexión más profunda sobre lo prescindible del consumismo se pudo ver en My stuff (2013) de Petri Luukkainen a partir de un experimento que el director se pone a sí mismo. Agobiado por la cantidad de cosas que tiene en su apartamento decide dejarlas todas en un trastero (incluida la ropa) del que sólo podrá sacar un objeto al día. La primera jornada correrá desnudo de noche por la ciudad de Finlandia que habita porque no tiene nada que ponerse y en las sucesivas habrá de elegir cuidadosamente qué es lo que más falta le hace. La conclusión a la que finalmente llega es que apenas necesita un centenar de objetos para vivir y otro centenar más para mejorar su calidad de vida. My stuff tiene a mi juicio, dos problemas. El primero es que el reto tendría que haber sido justo al revés. Si el Luukkainen se hubiera tenido que ir desprendiendo de sus cosas poco a poco, a razón de una por día, le habríamos visto aprendiendo a vivir sin móvil, sin ordenador, sin ropa… El segundo error es que su protagonista se lo toma todo demasiado en serio especialmente cuando echa mano de dos subtramas sentimentales (con novia y abuela) para vertebrar el último tramo de proyección.
También tiene menos sentido del humor del esperado Bugarach de Ventura Durall, Sergi Cameron, y Salvador Sunyer, crónica de la vida diaria en el pueblo del título durante los meses precedentes al 21 de diciembre de 2012, fecha en que esta pequeña localidad francesa de doscientos habitantes iba a ser la única en salvarse del fin del mundo. Sus tres directores hacen un bastante apreciable trabajo observacional centrándose en varios habitantes de la localidad pero yerran al dejar prácticamente fuera de su trabajo al enjambre de conspiranoicos e iluminados que se acercaron en esa fecha a Bugarach. Tienen, además, que lidiar con un problema extra: la ausencia del clímax. Como el mundo no se acabó el 21 de diciembre, como no hubo presencia extraterrestre visible y las fuerzas del orden conjuntamente con los medios de comunicación tomaron el pueblo evitando cualquier conato de suicidio colectivo el trio de directores tiene que optar por un final de perfil bajo dejando escapar lo que de globalización de la estupidez implica el tema elegido.
Mucho más humana y menos pretenciosa es The special need de Carlo Zoratti.
Habitualmente evito las películas con discapacitados como protagonistas ya que éstos suelen ser utilizados para dar pena en discursos buenrollistas o como sujetos de pornomiseria en las obras más cercanas al documental de creación. Lo admirable de The special need es la total naturalidad que preside la relación entre Enea, un hombre de 29 años aquejado de autismo que pretende perder su virginidad con una mujer que le quiera toda la vida, y sus dos colegas (sin discapacidad) encargados de ayudarle en tan particular misión. Carlo y Alex saben que la relación con Enea es diferente a la que mantienen con los demás pero evitan exhibir conmiseración o piedad. Sólo amistad con alguien diferente a ellos. Hay bastante sentido del humor y, aquí sí, un clímax parecido al argumento de Las sesiones (2012) de Ben Lewin.
En un certamen tan dominado por lo social, Locos por las partículas (2013) de Mark Levinson elude reflexionar acerca de la moralidad que tiene destinar 2170 millones de euros a fabricar un acelerador de partículas que, entre otras cosas, demuestre la existencia del bosson de Higgs. Algo que los físicos intuyen muy importante aunque ignoran qué posible aplicación práctica pueda tener. En un mundo donde cada día mueren 10.000 niños por desnutrición es un pensamiento que Levinson debería haber colado en su (por otro lado, entretenido y legible) documental científico.